Por:
Gvillermo Delgado OP
¿La felicidad se adquiere como un derecho? ¿Por qué es un derecho?
Y, ¿Quién tiene que concederlo?
La felicidad más que un derecho es una tendencia propio de la persona (hacia donde orienta sus anhelos). Es el fin último al que se orienta. En ese afan, cruzamos las fronteras de este al otro mundo a otros universos posibles.
Con la felicidad se trazan las búsquedas mientras se vive y se
sacian todas las necesidades e inquietudes. En pocas palabras con la felicidad se realiza la
vida. Porque con ella se vive ahora mismo en el horizonte de la eternidad. Desde
ahí se comprende la realidad de la dignidad, el sentido del endiosamiento humano:
eso de creernos dioses, aunque no seamos más que simples mortales.
Si eso es verdad, entonces, la felicidad ya está en la persona.
Forma parte de su diseño original. En lugar de hablar de derechos, más bien,
¿no es cierto que nos toca entenderlos y actuar como se hace con los metales
preciosos a la hora de hacer brillar aquello que ya está contendido en su
esencia?
Si ya poseemos el derecho a la felicidad nadie tiene que darlo. Aunque
nos toque hacerlo valer en algunos casos. Como cuando en cierto modo nos ha
sido negado en la convivencia social, en tal caso, toca, obrar como se hace con
la mugre sobre la belleza del metal precioso. La mugre, como la envidia al
posarse sobre lo bello, acabará más temprano que tarde diluyéndose en la nada,
dando lugar a la luz de lo bello. Así pasa con la felicidad.
Santo Tomás de Aquino nos dijo en sus escritos que, los Estados deben
organizarse con el fin de procurar el bien común, la paz y la felicidad de los
ciudadanos. Tuvo razón. De lo contrario ¿con que otro propósito se rige el
destino de un pueblo, sino promoviéndolo a la felicidad?
Por su parte, Dante Alighieri, en su obra Monarquía, afirmó que:
el género humano vivirá tanto mejor cuanto más libre sea. En tal razón, dice el
poeta, que Dios al crearnos nos dotó del mayor de los dones, el de la libertad.
De donde afirmó que la libertad y la paz nos hacen obrar de un modo casi
divino. Pues, la paz y la libertad son medios para la felicidad. Así, en este
mundo somos felices como humanos y allá, en el cielo, lo seremos como dioses.
Los Estados Unidos de norte América al promulgar su constitución de
1788, lo hicieron en el fundamento de los principios de la libertad, la unidad,
la justicia y la tranquilidad general. Ellos tenían claro, al menos en los
inicios, que no hay otro fin mayor que el de la felicidad de los ciudadanos.
Si los Estados deben asegurarnos ese derecho, nos toca luchar
colectivamente para que así sea. Al mismo tiempo que cada persona se convierte
en el destinatario y la patria de esos derechos.
Así como es imposible que algo acontezca en otra cosa sin que haya
en ella cierta disposición de recibir lo que se ofrece, también es imposible, no
dar aquello que a la vez se ha recibido. Por tanto, es propio de las personas
recibir y dar lo recibido. De lo contario aquello que es recibido gratuitamente
pierde el misterio de su grandeza. ¿En qué se convierte un gobierno cuando no
cumple con ese mandato? Y, ¿Qué es aquello que se frustra en toda persona si no
experimenta la felicidad y la asegura para los otros?
Ningún atleta olímpico recibe la antorcha de los juegos para
hacerla suya esperando ansioso la hora en que se extinga. En ese caso el atleta
y la antorcha perderían su esencia. Lo mismo pasaría con cualquier persona.
La esencia humana está en su dignidad. Lo muestra cualquier hombre
jugando, amando, luchando, trabajando…; sobre todo en aquello que le da sentido
al vivir su vida presente en paz y tranquilidad mientras avanza en dirección de
la felicidad, que en cierto modo ya posee o ya es poseído por ella.
Con razón toda persona se dignifica al punto de compararse con los
dioses, al modo de los griegos. La dignidad describe lo grandioso de lo humano,
tanto que al actuar lo hace como si fueran ellos mismos los dioses. Así es como
se hicieron las catedrales de piedra firme, erguidas hacia las alturas; así es
como se construyen puentes y aeronaves, se programan viajes a velocidades del
sonido o la luz y se descifran los códigos genéticos.
Por tanto, una persona digna, jamás espera que los demás le declaren
un derecho por pequeño o grande que este sea. Sabe que es un deber suyo
asegurarlo. Sabe también, que el único modo de hacerlo valer para todos es asegurarlo
primero para sí. Queda claro entonces que es necesario ser feliz siempre y en
todo momento para hacer feliz a los otros. Por eso y de este modo es como
definimos la felicidad como un derecho.
No hay mejor gloria para una persona que hacer feliz a todos los demás siendo feliz él mismo.