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La multitud de los santos

 





La multitud de los santos



Por Guillermo Delgado OP

 

En la diversidad de las imágenes de los santos y mártires miramos el triunfo de la iglesia glorificada. Ellos “Los que están vestidos con vestiduras blancas” (Ap 7,13), son los que han triunfado y se sobrepusieron a las tribulaciones. Quienes “han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la Sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, le sirven día y noche en su templo” (Ap 7, 14); ellos han sido glorificados junto al Dios Altísimo.


Así vemos al sin fin de santos que la Iglesia nos ha legado para nuestros tiempos. Cada uno de nosotros se identifica de un modo particular con alguno de ellos. Muchos de nosotros incluso llevamos sus nombres. Como yo, que fui bautizado como José en honor al Patriarca San José, y consagrado como fraile, bajo el amparo y el testimonio de Santa María Magdalena, de Santo Domingo de Guzmán, de Santo Tomás de Aquino, de Santa Catalina de Siena, de San Martín de Porres y tantos otros santos dominicos.


Aquel que resplandeció en el monte Tabor es el mismo que trasluce en el alma y el testimonio de quienes le siguieron hasta dar su vida como él. Por eso el testimonio de los santos nos conmueven desde la profundidad de nuestras almas, al punto de querer imitarles, y como ellos dejar un legado para las nuevas generaciones.



En la tradición cristiana se describen dos tipos de bautismo. Ambos tienen que ver con asimilarse a Cristo. Desde los orígenes del cristianismo se hablaba del bautismo de sangre, aludiendo a las palabras del Señor cuando dijo: “El cáliz que yo he de beber, lo beberán ustedes, y con el bautismo con que yo he de ser bautizado, serán bautizados ustedes” (Mc 10, 38-39). Jesús se refería a ofrecer nuestra vida como él la ofreció en la vida terrena y desde la Cruz, o sea en los extremos del amor y el martirio.


También en la tradición cristiana hablamos del “bautismo de deseo” y de agua (San Fulgencio), con el objeto de parecernos al mismo Cristo. Más que cristianos nosotros somos y debemos ser “otro Cristo”. A esto refiere el bautismo de agua: a morir con él y resucitar con él. Pues responde a las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo, cuando dijo: “En verdad, en verdad te digo que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5).



Estas son las marcas o señales de los cristianos: de quienes nos alimentamos del Pan y del Cáliz del Señor. Estos los estigmas de quienes nos iluminamos con el resplandor del resucitado. Por eso llevamos en nuestro cuerpo las mismas llagas y los sufrimientos del Señor que nos hacen soportables las enfermedades y sufrimientos de este mundo, tal como lo expresó San Pablo en su tiempo, cuando escribió a la comunidad de los Colosenses: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por ustedes, y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo” (Col 1, 24).


Nosotros los bautizados, somos "uno solo" unidos a la vida de los santos que ya han sido glorificados; pues como ellos, también somos iluminados mientras peregrinamos en este mundo, como la Iglesia del Señor. En nosotros se cumplen las palabras del viejo Simeón cuando vio al niño recién nacido y dijo: nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz (Lc, 1, 78 -79).



En esta mañana de resurrección, vemos aparecer a ese “sol que nace de lo alto”. Él es nuestra luz, el camino para no extraviarnos mientras avanzamos por este mundo, muchas veces en “sombras de muerte”. Él es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn 14, 6) para que la fuerza de la maldad no entorpezca la rectitud de nuestras conciencias. Él es la “luz del mundo”, el “cordero degollado”, en cuyo libro hemos sido inscritos desde la fundación del mundo (Cf. Ap 13, 8). El mismo lo dijo mientras estaba con nosotros: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).


Ante tal evento, Dios nos ha demostrado que “camina con nosotros” y nos guía como lo hacía con el pueblo liberado de la esclavitud, por el desierto (Sal 68,7); batalla en nuestro favor, porque “habita entre nosotros” (Jn 1, 14). Con lo cual “hemos visto su gloria”, tanto como Santiago y Juan en el monte tabor. Ante tal acontecimiento no nos queda más que confirmar nuestra fe, ya que en él está asegurada nuestra redención. Así y sólo así nuestra vida presente encuentra su sentido y da razones de la esperanza futura.


He ahí, la multitud de los Santos, he ahí el Sol que nace de lo Alto, Jesucristo el Señor, el que venció la muerte, el Resucitado.





sábado, 19 de abril de 2025

LAS HERIDAS QUE CURAN

 



A veces las heridas son una muestra de amor


Por: Gvillermo Delgado OP
Predicación del II Domingo de Pascua
16 de abril del Señor 2023.
Transcipción literal de: Lorena Natareno



TOMÁS, EL APOSTOL DEFRAUDADO

Haciendo un poco de jardinería esta semana me pasé lastimando el brazo derecho con las espinas de un árbol de tzité, que yo mismo sembré, quizá hace dos años. 


¡Duele! Aunque duelen los rasguños, uno le resta importancia porque sabe que las heridas del cuerpo externamente visibles duelen, pero sanan pronto. 

 

Hay heridas de dentro que siguen sangrando y a veces uno las lleva hasta la muerte y nunca cicatrizaron.  A veces nos toca acompañar, escuchar, sentarnos a llorar con algunas personas que fueron lastimados de niños.  Personas que hicieron promesas de amor, que iniciaron un proyecto empresarial y en un momento determinado fueron lastimadas. Pues, se encontraron con personas que les fallaron: les prometieron lealtad y les mintieron.  ¡Tuvieron que destruir todo y hasta ahora sangran por dentro!  

 

¿Es suficiente, que, a esas personas, les sigamos escuchando y les demos consuelos y les digamos, por ejemplo: “Ten paciencia, el Señor se va a encargar de ti, él te hará justicia” o decirle a uno de los conyugues: “¡sopórtalo a él!, ¡por fin es tu esposo!, ¡aguántalo!”?   ¿Qué hay con esto?  ¿Hasta dónde podemos sanar a nuestros hermanos desde la fe, desde el afecto, la compañía, y la complicidad que la familia provoca?

 

Porque una herida externa se sana con el tiempo. Y si la herida es profunda, vamos inmediatamente a quien pueda suturarla; y al cicatrizar quedan visibles los recuerdos. ¡Ahí estarán y a pesar de todo, seguirán siendo poco relevantes!   Pero aquellas heridas que siguen sangrando por dentro, ¿qué hay de ellas? Si nos han transformado en personas de mal humor, si nos han hecho desagradables cuando antes éramos agradables ¿Qué hay de nosotros? Hay expresiones abundantes como éstas: “Yo antes era feliz, hoy no lo soy”, como dice Chente Fernández: “sangramos por la herida”.  

 

Hoy nos encontramos con esta narración bellísima sobre el Apóstol Tomás llamado el mellizo.  En el segundo domingo de Pascua siempre escuchamos este texto. Hoy que también celebramos el día de la Misericordia, día instituido por iniciativa del Santo Padre Juan Pablo II. Nos encontramos, pues, con la figura de este Apóstol. En la narración del texto destaca un elemento importante, ese es:  ¡el momento en el que él profesa su fe!, ¡ratifica su amor al Señor, precisamente en el instante en que se encuentra delante de él.

 

 ¿Por qué el apóstol Tomás no estaba con los demás discípulos cuando ellos estaban reunidos? Juntos habían consolidado la unidad entre sí ante la ausencia del Señor. Pero Tomás es el gran ausente. 

 

Tomás junto con Pedro, fueron estos dos Apóstoles que habían dicho en reiteradas ocasiones, al Señor: “Estoy dispuesto a morir por Ti”.  Tomás dijo en algún momento a sus compañeros: “Vamos y muramos con Él”.  Expresión profunda de amor, valiente, como quien hace una promesa radical: “yo muero por ti, yo prometo darte mi vida y la ofrezco delante de ti; es más, lo hago público para que todos lo sepan. “Estoy dispuesto a todo, inclusive llegar al final contigo”.  Algo así es la promesa de Pedro, de Tomás.  

 

Entonces ¿por qué ahora no está?  Los que interpretan estos textos dicen que seguramente se sentía defraudado.  Defraudado: ¿Por qué?  Porque Jesús había muerto como un bandido. La muerte de Cruz a la distancia quizás no nos impacta tantísimo, pero en aquel contexto alguien que moría en la cruz era alguien cualquiera, alguien de la calle, un delincuente, un ladrón; alguien que incluso, para aquellos contextos mentales, tenía que morir.  A muchos de nosotros no nos asombra que un delincuente sea acribillado a balazos en la calle porque andaba con su arma y se enfrentó con otro.  ¡No nos sorprende porque pareciera que es de su naturaleza morir así, por ser un delincuente!  Esto y aquello, es un poco parecido. No es que Jesús anduviera haciendo maldades, todo lo contrario, pero para muchos pareciera que sí. 

 

Si en algún momento te definen como un delincuente, como alguien que incluso falta a los principios elementales de la fe, como le pasó a Jesús; entonces la muerte es una consecuencia lógica para ti. Es por eso por lo que Tomás se siente defraudado. Supongamos que le oímos decir: ¿Cómo es que este hombre en quien yo expresé mi radicalidad de amor al punto de decir que moriría por Él, no era tal como yo lo supuse? Eso solo puede ser expresión del sentirse defraudado, derrotado y un poco frustrado. 

 

Es natural que una persona tome distancia ante la frustración, ante el desencanto y a veces deje pasar el tiempo para aliviase y otras veces dejar pasar el tiempo para siempre. Esto es lo que pasó con Tomás.

 

LA HERIDA UN PUNTO DE PARTIDA

Queridos hermanos, aquí hay dos elementos que valen la pena tener en cuenta.  El primero es que si nosotros queremos sanar tenemos que establecer un punto de partida. Desde Tomás ese punto de partida es la herida. Pues desde ahí interpretémoslo. Cuando así ocurre la herida no es tal, aunque sea objetiva porque está a la vista; porque la herida, extrañamente comienza a iluminarnos. Y para esto, queridos hermanos, no debemos enfocarnos en los momentos felices de antes de la herida. Si nos colocamos en ese momento previo ciertamente vamos a extrañar ese momento feliz que tuvimos antes de ser heridos ¿no es cierto?

 

Cuando trazamos una frontera a partir de la herida uno quisiera echar tan atrás, tan atrás, hasta aquel momento lejano tan cómodo y seguro como el que teníamos cuando estábamos en el vientre de nuestra madre. En el vientre de la madre estábamos totalmente protegidos, no expuestos a los momentos de dolor. 

 

Tomás está en aquel momento previo de la herida. No quiere enfrentar la realidad que ahora ha acontecido. Por eso, hay que traerlo a que mire la herida de las frustraciones. La frustración de la herida es lo real. Lo demás, los tiempos felices de antes de la herida ya no son posibles, ya no existen. 


¿Por qué lloras, por qué te frustras ante aquello que ya no existe, que ya no está?  No te engañes.   La verdad debemos iluminarla a partir de la herida para acá. Es decir, de lo que tenemos delante. No desde lo que no tenemos.  Imaginemos los tiempos felices que tuvimos hace veinte años y cómo todavía seguimos atrás de esos veinte años extrañando lo que antes fuimos y ahora no tenemos. Y nos culpamos y culpamos a otros por ya no tener esos tiempos felices. Lo que realmente importa ahora es la herida. Y trazar la vida desde la herida hacia acá. Cuando procedemos así empezará en nosotros la verdadera sanidad. Eso es lo que finalmente descubre Tomás.

 

Ahora, imaginemos al apóstol diciéndole al Señor: ¡Me duele verte! Y no me atrevo a introducir mi dedo en tus heridas de tus manos, Señor; ni mi mano en tu costado herido. ¡No me atrevo a hacerlo!  Si Tomás no lo hace es porque ya no es necesario. Es suficiente constatar el hecho de las heridas. ¡Ha sanado!

  

SANAR LAS HERIDAS CON LA VERDAD

La segunda cuestión tiene que ver con responder a la pregunta: ¿Qué es aquello que nos ayuda a recuperarnos? Nos guste o no lo que nos pasa por enfrentarnos con la verdad, lo que nos hace sufrir muchas veces está en la mentira, en el engaño, esto que hemos adoptado como que fuera la realidad, pero que no lo es.

 

Nuestra alma comienza a iluminarse al aceptar con coraje la verdad de las cosas. ¿Te cuesta aceptar la verdad porque te duele?  No hay más alternativa que encararla. Tienes que ser humilde para presentarte delante de los demás con tu verdad. Todo lo demás es la mentira.  ¿De qué te sirve permitir que habite en ti una mentira?

 

Si no te abres a la verdad de las cosas nunca sanarás las heridas. En la verdad es donde encontrarás la auténtica salud.

 

En aquel momento en que permitimos que la verdad se apropie de lo que está aconteciendo en nosotros, la crisis empieza a caerse a pedazos. El miedo empieza a irse. Comenzamos a mostrarnos delante de los demás como lo que realmente somos. Nos presentamos como quien dice: ¡Ahora es cuando!

 

LA FE COMO PUNTO CLAVE DE SANACIÓN

Por eso, queridos hermanos, comprendamos la fe de Tomás a partir de estos dos momentos.

 

Tomás se encuentra con Jesús. En ese encuentro acontecen dos realidades preciosas que son las que definen prácticamente la fe.  Ese es el momento de la sanidad profunda en Tomás.

 

La primera realidad tiene que ver con las heridas del Maestro.  ¿Por qué si está resucitado nos muestra las llagas, los recuerdos del sufrimiento?  ¿Por qué? No es simplemente para llorar por lo que le pasó, si no para darnos muestras de su amor. Las heridas son eso, una expresión de Amor. Como cuando nos lastimamos haciendo trabajos de carpintería o de jardín. A menudo nos lastimamos queriendo hacer mejor el jardín, queriendo hacer una mesa nueva.  Cuando trabajando te lastimaste, tu trabajo se convierte en una muestra de amor. Por eso, llevo la herida y mi cicatriz como si fuera un trofeo, para mostrar lo que yo he sido capaz de hacer, lo que yo he sido capaz de hacer por amor.

 

Queridos hermanos, de no ser por el cansancio del trabajo y de los años, las heridas fueran una verdadera frustración solamente. El cansancio sería un reclamo, como cuando vamos por el camino con bastón en mano porque no podemos caminar, podemos decir: me hice viejo por ti, batallé por ti y mira lo desgraciado que ahora soy.  Pero no. El bastón es más bien un trofeo, una cruz que uno abraza con amor… porque así me desgasté y así llegué a este momento.  Eso es mostrarle las llagas a Tomás. Por eso Tomás se impacta profundamente. 

 

Y la segunda cuestión es, provocar precisamente en los Discípulos y en concreto a Tomás este momento de fe. Este es el punto clave.  Aquel que es capaz de reconocer el Amor que a través de las llagas el otro expresa, es capaz de adherirse profundamente a Aquel que nos ha amado y profesarle su fe, como Tomás al decir: ¡Señor mío y Dios mío!  En donde ya no hace falta explorar a fondo las heridas de la otra persona ni mis propias heridas interiores. Es aquí donde la fe sana, donde el Amor transforma, donde la persona se hace totalmente nueva. Nueva en el presente eterno en el que Dios está actuando.  

 

Entonces, nuestra vida cobra un nuevo significado y sentido. La vida se traducido en lo que el mismo texto dice acá, en la alegría de mirarlo a Él. En la alegría de hacer nuestro trabajo sabiendo que Él obra también en nosotros y con nosotros.  Que no todo depende de lo que yo con mi inteligencia y con mis capacidades soy capaz de hacer.  Que Dios también está obrando en mí, conmigo; y si igual me canso, me envejezco, me deterioro, el Señor va actuando en mí, va transformando las cosas desde mí.

 

Queridos hermanos, posiblemente nosotros llevemos heridas o cicatrices del cuerpo, visibles o invisibles interiormente. Presentarnos delante del Señor con estas heridas con estos dolores, con estas frustraciones y mirarle a Él, permitiendo entonces que desde la fe Él nos levante, Él nos sanará. Este es precisamente el momento culminante en que la Misericordia no simplemente es una expresión que está por encima de nuestras cabezas, sino es el punto clave de nuestra sanidad. 

 

Salgamos del mundo de las frustraciones, del dolor dando nuevo sentido a las cosas.  La fe es ese lugar que nos coloca fuera del dolor y del sufrimiento.  “Ya estamos hartos de sufrir”, nos decimos muchas veces. Si “topamos” con el dolor en la piel, podríamos tomar decisiones de las que las que quizá no tendremos tiempo ni para arrepentirnos. 

  

La fe nos sana. En el Señor encontramos el sentido de nuestra salvación. Por eso estas expresiones tan bonitas del escritor sagrado del Evangelio de San Juan lo ratifica: “Se escribieron estas cosas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el hijo de Dios y para que creyendo tengan vida en su Nombre”. Nosotros tenemos vida en Su Nombre. Y como dice también el Apóstol San Pablo: nuestra fe es como el oro que se purifica en el fuego. Así en la dificultad, en las pruebas, en las heridas, en las frustraciones, no se apaga la fe; ahí nos purificamos. Las heridas nos iluminan todavía mucho más.   En ese sentido, las heridas que vienen de las pruebas, del engaño y de las frustraciones se convierten en luz que nos hacen mucho más poderosos. Decimos: ¡En el Nombre del Señor, nuestra vida tiene sentido, la merecemos y vale la pena vivirla!

 

¡Qué el Señor nos sane! ¡Que el Señor nos purifique a partir de nuestras heridas! ¡Desde sus llagas! ¡Desde la Cruz! Abracemos esa Cruz. Es la que nos sana, esa es la Cruz que nos salva. Que así sea. A Amén.

sábado, 20 de mayo de 2023

LOS DESEOS PROFUNDOS DE LA VIDA CRISTIANA

 





Sufrimos nuestras frustraciones, nuestras miserias, porque hemos descubierto el deseo de superarnos, de querer más.

Por: Gvillermo Delgado OP
Predicación del martes de Pascua, 11 de abril del 2023. 
Transcripción literal: Lorena Natareno.
 

Si queremos mirar con claridad tenemos que limpiar nuestra mirada. Si queremos mirar con autenticidad, con pureza, tenemos que limpiar nuestro corazón.

 

Si los ojos son la luz del alma. Entonces, ¿miramos realmente con el alma, con su autenticidad? ¿Siendo el alma creada directamente por Dios o imagen suya, nos permite mirar como él mira?

 

MIRAR CON OJOS DIVINOS


Para mirar con ojos divinos y con el corazón se nos sigue pidiendo ser bautizados. Que nos arrepintamos de nuestros pecados. Que recibamos el Espíritu Santo. Estas eran las ideas centrales de la predicación inicial de los discípulos. Pedro lo dijo a todos los judíos: hay que recibir el Espíritu Santo. Sólo después los ojos aprenderán a mirar, y el alma mirará lo que tiene que mirar.

 

Esta es la condición indispensable, para que como bautizados y como quienes nos hemos confesado más de dos veces durante la Cuaresma, recibamos la fuerza del Espíritu Santo, que es esa Luz que nos hace presente al Resucitado, y nos permite vivir en esta condición.

 

EL PECADO ANCLA DEL PASADO


El pecado en nuestra comprensión es aquello que nos ancla, nos mantiene estacionados en cosas del pasado. Porque el pecado es aquello que nos ha hecho daño y nos tiene en este estado. ¿En qué estado estás tú?

 

Basta con revisar las acciones del pasado, aquellas que no nos permiten limpiar nuestra mirada para mirar con claridad hacia el futuro. A veces se nos hace difícil mantener la mirada limpia, porque estamos demasiado anclados en ese pasado. Tan anclados estamos que cuando queremos corregirnos, corregimos a los otros, no nuestro pasado. Queremos apartar a los otros de su pasado, de su pecado. Y por nuestra parte insistimos en mantenernos tal cuales. Así es como aprendimos a sentenciar a otros.

 

Poco parecido lo que sucedió a unos amigos casados. Llegaron a confesarse con migo, después de que la esposa se confesó, se acercó su esposo y me dice:  -“Padre, yo no me voy a confesar, pero perdóneme de una vez los pecados”  -Y eso ¿por qué?, dije. El repuso: - “porque mi mujer ya se confesó con usted y seguramente ya le habló mal de mí, así que de una vez perdóneme”. Suele ocurrir ¿verdad? Son los otros, a los anclados en el pasado a quienes queremos corregir y eso no nos permite mirar con entera claridad.

 

 

Entonces, se trata de reinterpretar la vida presente. La condición del Dios eterno se halla totalmente en el momento presente. Si el pasado queda olvidado con el perdón de los pecados, ya no debiéramos mirar hacia él. Nos toca, más bien, partir del presente hacia adelante y visualizar de una manera totalmente nueva. Si no somos capaces de superar nuestro pasado trágico, doloroso, feo y pecaminoso y a la vez queremos que Dios nos resuelva las cosas, nada será posible a no ser que superemos aquellas cosas del pasado.

 

Por eso recibir el Espíritu Santo implica superar esta condición de pasado y abrirnos a una nueva visión, para que ahora Dios comience a construir con nosotros en adelante las cosas nuevas.

 

Hemos escuchado que las lágrimas en la mentalidad religiosa tienen un sentimiento profundo de culpabilidad.  Entonces ¿Por qué llorar delante de un difunto?  ¿por el amor que le tenemos o porque no volveremos a ver físicamente a la persona que se va?  Casi siempre se nos vuelca un sentimiento por el bien que no hicimos, por lo que no le dijimos...  Si lloramos por el bien que no hicimos, entonces, de aquí en adelante dejemos que la Gracia del Espíritu Santo nos permita llorar nuestra culpa. Por ese pasado que no podemos corregir, porque nos permitirá subir un grado en la bondad. Es lo que ocurre en el caso de María Magdalena.

 

SANTA MARÍA MAGDALENA


En la tradición del Nuevo Testamento, se cuenta que a María Magdalena le expulsaron siete demonios. Es el único dato que hay sobre ella. Por favor no digan que es una pecadora de otro estilo. Algunos de nosotros tenemos más de siete pecados. Somos unos brabucones, chismosos, buscapleitos, no saludamos a nadie. Pues, María Magdalena seguramente era así:  broncosa, enojona, de mal humor.   Si le expulsaron siete demonios es porque era una mujer de armas tomar, por decirlo así. Pero ya había sido perdonada por esto. Su pasado ya había quedado atrás. ¿Por qué llora ahora?   ¿Por qué llora ante la ausencia del Señor?


Llora porque tiene al Señor en su corazón. Porque Él ya forma parte de su condición de persona, de mujer.  No llora con sentimiento de culpa.


Persiste en el llanto por el mismo amor. Si en el amor nos hacemos buenos, esa bondad tiende a perfeccionarnos. Es como decir: ya soy buena, ahora quiero ser mejor; ahora soy mejor, quiero ser perfecta.

 

La mayoría hemos ido a la escuela. Como estudiantes al superar una calificación de sesenta, la pasando bien. Si logramos un nivel de ochenta o de noventa por ciento y un día sacamos un sesenta, sufriremos y lloraremos porque ya nos habíamos acostumbrado a un grado de perfeccionamiento.


 Así es en la superación humana y espiritual. Sufrimos nuestras frustraciones, nuestras miserias, porque hemos descubierto el deseo de superarnos, de querer más.


El llanto de María Magdalena tiene que ver con el deseo de retener al Señor y plantearle un mundo de acuerdo con este amor, del que ella ya participa con Él. Ella visualiza el futuro. A pesar de eso las lágrimas no le permiten mirar con claridad, por eso confundió a Jesús con el jardinero (¡benditos jardineros! ¡dichosos los que nos gusta hacer jardín!). Pero una vez lo reconoce quiere hacerlo para ella, y de la comunidad; porque María Magdalena también representa a la comunidad. La comunidad de los creyentes que ya son parte de él. Por eso, María Magdalena, quiere que el Señor se quede para siempre con ella.

 

LA ESPERANZA CRISTIANA


Definir desde aquí nuestro futuro, es definir nuestra esperanza. Definir el hacia donde vamos y aquello en lo que nos vamos convirtiendo cada día. La persona que vive en la esperanza no solamente va realizando sueños de futuro, sino que va encontrando ya las satisfacciones de sus anhelos; porque va convirtiéndose en algo nuevo cada día, porque ya está encarando aquello en lo que finalmente, se convertirá. Esta es la esperanza.

 

Uno de los momentos tan místicos, tan sublimes y auténticos de los cristianos está en la Eucaristía. La Eucaristía cobra notoriedad en nosotros porque nos convierte desde la esperanza en aquello que seremos. Al participar, ya de la Eucaristía, nos estamos alimentando eternamente de lo que seremos para siempre. De tal manera que teniendo a Cristo en nuestro corazón lo tendremos a él eternamente. Esto define nuestra esperanza. Esto define en María Magdalena, su sueño de eternidad. La esperanza es querer poseer al Señor ahora mismo y que él me posea. La esperanza es que Él entre en mi alma y que me ilumine desde dentro. Esta es una experiencia mística y profunda de fe.

Queridos hermanos, si hemos salido de un tiempo de Cuaresma en el que hemos superado nuestros pasados trágicos de pecado, ahora nos abrimos con la Luz de la resurrección hacia un futuro y a una esperanza prometedora que, experimentamos en el resucitado. Eso es lo que nos ha convertido en personas diferentes, nuevas.  Esto es vivir en la condición de la Gracia. Esto es lo que ya nos provoca una inquietud de tensión hacia adelante. Es lo que nos hace sentir y proclamar nuestra fe y creer en la salvación eterna. 

 

Pidamos al Señor que esa Gracia abunde en nosotros, que nos ilumine desde la profundidad de nuestra alma. Que nuestra vida tenga sentido en función de nosotros mismos y para darle sentido a los otros.

 

Muchas personas en nuestro derredor andan carentes de sentido, con hambre de Dios. Aunque no lo digan. Con un hambre de eternidad que, aunque no lo expresen, la mendigan. Muchos mendigan amor y por no expresarlo, se auto torturan y torturan a los demás.  Sufren y hacen sufrir.  Si nosotros tenemos la Gracia, la esperanza, tenemos las capacidades de iluminar sus almas.  Si tenemos un sentido que viene de la esperanza, podemos dar ese sentido a la vida de los otros. Que el Señor nos conceda su abundante Gracia. ¡Que así sea! ¡Amén!

miércoles, 10 de mayo de 2023

VIERNES SANTO

Viernes Santo

El viernes Santo los cristianos conmemoramos aquellas horas en que el Varón de dolores (Isaías 53, 3) trazó la dirección que todo ser humano lleva mientras vive en este mundo. 

Esas horas del Varón de dolores también indican las limitaciones y los anhelos humanos. 


La “pasión” del Señor da sentido al dolor y al sufrimiento humano porque trazan una dirección definitiva. El sufrimiento no acaba con el dolor. El árbol herido al tronco una vez tirado muere. La persona nunca. Cuando más agudo el sufrimiento más infinita se hace la vida.


La persona que acompaña al Hijo del Hombre (Daniel 7, 13-14) en su pasión es aquella que se siente acompañada por su Dios  en la hora de los infortunios.

Quien experimenta la misericordia de Dios se convierte en misericordioso. Será siempre solidario en las penas ajenas. 

El Dios que no me abandonó en mis angustias y vergüenzas, no permitirá que yo abandone a quienes sufren su misma pasión en sus propias calamidades.
Sobre todo al saber que el dolor no es nada apreciado cuando está cercado por el sufrimiento. El dolor como principio de la “compasión” es un valor inevitable para la espiritualidad cristiana, por ser la única manera en que teniendo a Cristo como modelo el cristiano aprecia lo valioso de la vida propia y la ajena. Quien experimentó la misericordia, se hace misericordia.

Sentir la herida ajena en la carne blanda del dolor nos une a Dios vivo, como Jesús en la cruz al exclamar:

  "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu" (San Lucas 23, 46).
Como Jesús, nos ponemos en las manos del eterno Padre, para que haga su voluntad.

Quien así procede permite a Dios que sondee su alma. Donarse en su Hijo extremadamente, sin reservarse nada para sí mismo, es permitir que la voluntad divina prevalezca por encima de la propia individualidad. Eso es unirse profundamente en la pasión del Señor.

Quienes comprenden que Dios ha asumido todo lo humano, aun lo más despreciable, en la encarnación de su Hijo, se identifican con él. La última palabra nunca la tienen "las cosas del mal". La última palabra siempre la dice el amor. El amor tiene como epicentro el corazón donde lo divino y lo humano se encuentran. Fuera de ahí todo es pérdida, es condenación.

Esa compresión empieza por ser personal, como es personal la enfermedad del cuerpo. El sufrimiento una vez sentido en la propia carne conmueve a las demás personas. 

El corazón es el lugar de encuentro del amor más sublime que sólo el sufrimiento mas sentido le puede dar el más hondo significado.

Puestos en las manos de Dios. Confiados en que aún en el dolor más intenso alumbrará la oscura pena  es darse por enterados que vamos por el camino de la Cruz hacia el Gólgota, cuya palabra última es el de una vida perdurable.

La resistencia del cuerpo acaba cuando el alma se libera, y un alma liberada sólo puede ser soporte de un cuerpo glorioso.

Lo más hermoso de esta verdad consiste en que para alcanzar tal estado espiritual no debemos acceder al misterioso hecho de la muerte física. La libertad ya es una realidad fundamental del "ahora y aquí mismo". Los creyentes cristianos remachamos tal aseveración diciendo que "Cristo ya nos ha salvado". 

Por consiguiente darle lugar a Dios en nuestras realidades de pasión cotidiana es apostar por una vida de plenitud, ahora y aquí mismo. Es llevar los estigmas de la pasión del Hijo en nuestro propio cuerpo. 



Por: Fr. Gvillermo Delgado OP
Pinturas: Van Gogh
sábado, 19 de marzo de 2016