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LA IMPORTANCIA DEL MIEDO

 


En todas las circunstancias de la vida lo desconocido turba la mente e impide enfrentar el futuro con claridad.


Por: José Guillermo Delgado

29/04/2022.


Una actitud absurda en cualquiera de nosotros es ser presa fácil de la adversidad. Con frecuencia los males tienen control de nosotros, y no al revés.

El miedo es esa actitud absurda que al imponerse nos perturba e inhibe las capacidades normales para asumir lo adverso como aprendizaje. Con razón decía Tito Livio: el miedo está siempre dispuesto a ver las cosas peores de lo que son.

El miedo saca a flote una de las mayores debilidades humanas: el temor a la muerte. De acuerdo con la antropología cristiana eso explica el pecado y todos los males.

En todas las circunstancias de la vida lo desconocido turba la mente e impide enfrentar el futuro con claridad. En tales circunstancias las reacciones emocionales paralizantes son normales. En ese sentido el miedo es una advertencia necesaria frente a esa debilidad.

Dado que los males existen, es normal sentir miedo cuando acechan. Y que, como indicios de muerte, nublen la visión con estelas espesas de incertidumbres, turbando la mente con imágenes creadas de un inminente mal desastroso.



El miedo, un maestro interior

Sin embargo, el miedo es el maestro interior que nos frena a no actuar con arrebatos. Nos obliga a posponer acciones, pues advierten acerca de las consecuencias. Es por lo que sólo al salir del miedo tendemos a socializarlo como aprendizaje.

Propongo, no tenerle miedo al miedo. Empezando por desterrar de la parte blanda de las emociones, aquello que decía Montaigne: de nada tengo más miedo que del miedo. Se trata de sacar provecho al miedo dando lugar al miedo.

Esto es: dejar que invada lo más recóndito de la existencia. De todas maneras, como decía Cicerón: el terror expulsa de mi ánimo toda sabiduría. Así al volver la calma, porque sabemos que volverá, haya en nosotros algo más que cordura; haya sabiduría perdurable en dirección de la virtud y el buen vivir, según el ideal que cada persona busque.

Por eso, darle lugar al miedo es ponerle límites, por ejemplo, a que no vaya más allá de diez segundos. Se trata de imponer control sobre él, pues los límites los impone uno mismo.

Así, el miedo es aliciente para hacer un alto en el camino. Como emoción protectora impele a evitar los males. Es luz en rojo que advierte sobre consecuencia fatales. Los segundos en rojo permiten ordenar los pensamientos y retomar la ruta que traíamos de manera confiada, hasta que como relámpago en la noche oscura apareció el miedo, obligándonos a repensar la vida.

 


El miedo para refundar el amor

Con el miedo analizamos los valores, refundamos el amor que es lo más santo y sagrado de lo humano.

Teológicamente el pecado mueve a lo irracional, a lo falso y atenta con la conciencia recta. Con lo cual, pecar es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo. Según san Pablo, darle lugar al pecado es darle lugar a la muerte (Rm 5, 12).

La muerte, como ausencia del amor verdadero, explica la muerte psicológica, causa de otros infinitos males que atentan contra la vida feliz, evidenciados en el miedo.



Por consiguiente, abordar el miedo de modo positivo no es sólo un esfuerzo resiliente, sino refundar la vida en valores como la confianza y la responsabilidad que, obligan mirar hacia la profundidad de nosotros mismos: beber de nuestro propio pozo y a la vez saciar la sed de aquellos que se aproximan a nuestro brocal. Desde luego, eso no es vencer la muerte y con ello los miedos, pero nos habilitan para asumir con actitud saludable las miserias humanas, a partir de “uno mismo”, los demás y la divinidad.

Publicado en Pren Libre, 2 de mayo del 2022. Sección Buena Vida. 
viernes, 29 de abril de 2022

La fe y el miedo

 



¡Qué fácil es dar consejos! Decir, por ejemplo: ¡sé valiente, no tengas miedo! ¡Ten fe!

 De Gvillermo Delgado OP


¿Es posible no tener miedo? ¿Vivir en fe plena? De momento digamos que no es posible. Menos aún, superar los grados intensos de miedo o alcanzar un óptimo grado de fe y mantenernos constantes. No en personas normales como nosotros.

El reto para toda persona, religiosa o no, científico o filósofo, maestro o alumno, consiste en cómo responder a esas preguntas en el devenir de su vida. Sabiendo que el miedo, en muchos casos, es como el pedagogo interior que va advirtiendo de peligros y señalando las direcciones. En tal razón el miedo no se evade. Se le saca provecho. Lo primero es dejar que se manifieste, pero poniéndole límites: no más de 10 segundos. Los beneficios tienen que venir después.

Hay miedos que instruyen. Otros que no, pues son angustia real o imaginada ante el posible riesgo de no tener el control de sí mismos y de no alcanzar aquello que anhelamos. Es ese sentido al miedo, al ser creación propia, se le gobierna. No puede ser como un fantasma que yo mismo creo, y luego me espanta. Digamos pues, que es creación propia.

En cambio, la fe es certeza. Muchas veces opaca, no visible ni siquiera en el propio intelecto, los afectos o intuiciones. Sin embargo, permanece como el rumbo verdadero que moviliza, sin el cual seriamos almas ciegas, fuera de horizonte.

Por otro lado, hay muchos tipos de miedos, los más comunes son ciegos. Frecuentemente aparecen como impulsos que paralizan. Invitan a no hacer nada mientras la tormenta nos pasa encima. Nos anclan en pantanos a morir aterrados.

Si el miedo ciega, paraliza, te hunde en el pantano de la nada, te hace morir sin luchar; debes saber que, a pesar de todo, el miedo no se puede arrancar de tu piel, es la sombra de tu existencia, al menos mientras caminas bajo el sol. El miedo es de tu naturaleza. Es el grito silencioso de la conciencia que, aún mientras duermes te aconseja en los sueños. En consecuencia, el miedo es el buen consejero. El reto, la armadura para no huir, quedarte ahí, a enfrentar la batalla. El miedo es consejero, y si se ilumina con el sol de la fe puede conducirnos a buenos y seguros puertos.

Si el miedo es miopía, la fe es el ojo limpio del alma. Que orienta, hace ver y alcanzar lo que el miedo imposibilita.

Por eso, la fe como virtud es superación del miedo, gracias al esfuerzo de las decisiones y la angustia. Además, la fe es un regalo de la vida, de Dios, del universo, del todo, confabulando en favor de que tú, y tu entorno sean chispa, luz, fuego, llama que prende, ilumina, quema, evoluciona hacia las cosas grandes. Es decir, la fe define a las personas de “alma grande” (mahatma) como maestros, al modo del Señor Jesús.

En la lengua hebrea se utiliza el término “’amán” para decir amén. Este verbo significa apoyarse, asentarse, poner la confianza en alguien más solido que nosotros. Es decir, en la luz universal, que llamamos Dios.

De tal modo que la fe, y no el miedo, definen, finalmente, el tiempo como un regalo. Regalo es aquello que todos quisiéramos, pero lo esperamos de otros. Si lo compramos o exigimos ya no es regalo.

El tiempo como regalo, es aquello que no puedes darte, pero sí vivir, y para que lo vivas de acuerdo con la luz y las grandes cosas, con alma grande, los ojos de la fe serán siempre indispensables.

Foto: original de redes
domingo, 9 de agosto de 2020

El misterio humano




el Misterio humano

Existe una cosa propia de la condición humana a la que llamamos misterio. Cuando se decanta a lo bueno y santo es preferida como ideal, cuando se inclina hacia lo retorcido es algo despreciable. Inclinados a uno u otro lado, es como transcurre la vida.

Guillermo Delgado, OP

Las ideas grandes mueven las obras grandes. Si por una de ellas fueras recodado después de tu muerte, entonces pensarás: que no sólo valió la pena la idea que hiciste valer para los demás y para ti, sino que te hiciste inmortal, ya que sin saberlo buscabas a Dios donde ni siquiera lo sospechabas.

Queramos o no aceptarlo, la grandeza o la pequeñez, lo mortal o lo inmortal nos definen. Hay una cosa propia de la condición humana que por no saber cómo explicar llamamos misteriosa. Por ejemplo, tiene que ver con la actitud que asumimos una vez probamos la derrota.

¿Por qué el fracaso pone al descubierto una debilidad y la potencializa al extremo del aniquilamiento? Se supone que quien fracasa luchando como quien se hunde en el fango avanzando en un camino bueno, que él mismo determinó, jamás perderá la dirección que traía, a no ser que esa debilidad le haga cambiar de dirección.

Hay otra cosa más sublime que hace original al humano. Tiene que ver con una fuerza que lo moviliza a lo radicalmente bueno.

No hay cosa más sublime que vivir sabiendo que somos originalmente buenos, y que ahí está el fundamento de todo lo que en esta vida podemos conquistar.

A la hora en que comprendemos que en nosotros existe esa fuerza extraordinariamente buena, que nos mueve, no sólo llegamos a definirnos como lo que somos, originariamente buenos, sino que llegamos a saber por fin cual es el móvil de la vida ética y feliz.

Sólo los años hacen comprender lo misterioso de lo humano. Quizá porque empezamos a encarar la condición mortal con realismo. Así es como las grandes lecciones se aprenden de las pequeñas cosas. A menudo aquello que nunca tuvo valor, ahora brilla como el sol que se asoma en el horizonte entre las montañas lejanas. Mientras más limitada es la vida más grande se muestra. Por ejemplo, la enfermedad nos traza el halo de lo eterno.

Las voces eternas se oyen, no en el ruido sino en el silencio. Ya que la “soledad” hace posible la generación de la voz más potente.

Ocurre que en los ensayos de muerte que vienen con el profundo sueño, la verdad se asoma. También aparece en el descubrimiento de ser- uno-mismo. Y aunque esa verdad no nos introduzca en aquel lugar al que nos dirigimos paso a paso, sin embargo, lo traza como camino para llegar a ser, mientras avanzamos, lo que al menos mínimamente siempre hemos soñado.

Somos herederos de un paraíso del que jamás podremos ser expulsados.


domingo, 7 de junio de 2020

La Vida es un Sueño

La Vida es un Sueño

“Quiero recordar que la vida es un sueño
y en mi corazón siempre guardaré un lugar
por si te llego a encontrar al despertar”.
Pedro Calderón de la Barca.

Nacer es despertar de un sueño que Otro soñó. Ese sueño sólo puede ser conocido mientras vivimos. Nacemos para vivir el sueño de la vida. 

Una vez en el mundo aprendemos a movemos en espacios extremadamente pequeños y breves, que sólo empiezan a tener sentido en aquel instante que los imaginamos buenos. Que terminamos haciéndolos bellos. Esa tuvo que ser la razón que le llevó a decir al filósofo Leibniz que: el mundo que habitamos es el único y mejor entre los posibles mundos.

Tal belleza que ya está en las profundidades del alma la hacemos venir a nuestro mundo exterior visible.

La memoria es el maestro que nos ha encaminado a ser lo que ahora somos, porque se alimenta de una realidad interior donde todo sueño se materializa. Es decir, el sueño es una idea material, concreta.

El sueño es concreto como es concreta la vida. Es la vida la que en este momento me permite leer y pensar lo que leo.

En pocas palabras, la vida es un sueño imaginado y vuelto a imaginar tantas veces posibles, que emerge del alma, hasta día que nos digan: «Retornad hijos de Adán» (Salmo 89, 6).

Retornar es volver al punto de partida como en un círculo perfecto en que acontece la vida con un inicio y un final; que luego se abre como en un espiral hacia lo alto de modo infinito buscando fundirse con lo eterno.

Imaginar en círculo nos convierte en dioses poderosos: con capacidades de crear mundos, de viajar por el espacio, de convertir el agua en luz y calcular la velocidad de un haz por el basto espacio (300.000.000 m/s). Más aún, nos hace capaces de entender la vida como un sueño breve que acaba en otro sueño. Donde la luz no tiene velocidad. Un lugar en que la luz, la justicia y la paz se abrazan.

La vida vino de un sueño que nunca tuvimos y se nos concedió sin tampoco pedirla. Lo cual la convierte un auténtico regalo de amor.

Quien vive sueña la vida feliz. Aun viviéndola, porque sabe que siéndola suya nunca lo es del todo. Además, es consciente que delante de todo regalo de amor no queda más que agradecer el regalo, fundiendo su alma con el dador. Por eso, todo regalo funda la amistad o la hace consiste.

Eso explica las capacidades que tenemos de amar mientras vivimos. El poder de mirar lejos y comprender el dinamismo de las fuerzas misteriosas que nos mueven. La capacidad de abrir puertas, a través de las cuales avanzamos a otros mundos. De tal modo que el día que nos marchemos las dejemos abiertas para que otros tengan la posibilidad de mirar lejos, avanzar hacia horizontes lejanos y materializar sus sueños, tal como lo hicimos nosotros.

Como todo sueño, no puede retenerse para siempre. Al manifestarse en instantes mínimos y efímeros, mientras dormimos, una vez despiertos sólo puede ser narrado de diversos modos e incluso reinventarse. Del mismo modo, el sueño de la vida tiene que venir de una fuerza mayor e infinita que explique todos los demás sueños.

Así, al afirmar que la “la vida es bella”, alguien tuvo que soñarla primero. Crearla desde su propia belleza. Con tal dimensión que nosotros, los mortales de este mundo, nos sintamos obligados a buscarla en todos los rostros y destellos de luz; hasta el día que por fin nos demos cuenta de que la belleza está en el mapa interior del alma. Tomemos en cuenta que, en cierto modo, ahí prevalecen los atisbos más cercanos con aquel que soñó y creo cada vida humana.

Con todo esto que hemos afirmado, también podemos decir que vivir es vivir un sueño breve que sólo es comprendido con la muerte. Por eso exaltamos la bondad de quienes mueren.

Mientras vivimos nos pasamos los días entendiendo la vida y soñándola. Somos incapaces de crearla. Sólo tenemos la capacidad de recibirla y de recrearla. Como en el amor somos capaces de amar y ser amados porque hemos recibido el amor. Jamás hemos sido, ni seremos capaces de crearlo. ¡El amor es uno, como una es su causa!

La muerte muestra colores diferentes de los sueños queridos porque tiene que ver con los sueños consumados. Ese es un grado particular de la belleza hacia donde la vida tiende. Mirarnos desde lo que fuimos nos hace capaces de comprender aquello que ahora somos. No existe otro modo de comprender lo que ahora somos. Sólo se entiende desde lo que un día fuimos.

Por eso, lo queramos o no, somos un invento del pasado. No como un pasado cronológico sino como memoria escrita de manera indeleble en el alma. Despertar todos los días desde la memoria del alma, eso es vivir el sueño de la vida.

Es hermoso vivir el pasado como lo que un día fuimos, para imaginar el mejor mundo posible y contener aquella belleza en la que aún no somos, pero que sin duda seremos.

Si vivir es imaginar lo que podemos llegar a ser, morir es recobrar lo mejor que fuimos. Eso quiere decir que, imaginar la vida desde el pasado es querer la vida, no de cualquier modo, sino haciéndola bella.

Por eso cuando un ser querido fallece reconstruimos su vida hacia nosotros desde los esbozos más hermosos y buenos. Así, la muerte es un tesón necesario para que la vida sea siempre bella. Es una expresión del único y eterno amor.

La vida es un sueño por eso es bella. Por tal motivo, la mejor manera de vivir la vida es vivirla como un sueño. Que el trayecto haga que toda alma buena sea la alfombra por donde Dios camina entre nosotros.

Por: Fr. Guillermo Delgado OP
Revisión: Glenda Macz
Foto: jgda
lunes, 15 de abril de 2019

Jesús no es para todos



Lo propio del cristiano es “ser otro Cristo”


Por: Guillermo Delgado OP
Foto: El Cristo de Velásquez, Museo del Prado, Madrid.



La sabiduría divina no es ajena a la sabiduría humana. Es más, la sabiduría de Dios sólo es comprensible en el lenguaje y la experiencia humana. Dios es tan cercano al corazón humano, dado el origen divino del corazón humano.



Un río es río en su recorrido, al unirse al mar es mar. Los cristianos, lo somos en Cristo. El cristiano que no se hace uno en Cristo no es cristiano, quizás porque en el camino de su vida aún no ha encontrado el modo de fundir su vida a la de Cristo, tanto como el río al mar.



Jesús no es para todos porque su persona debe ser aceptada libremente, captada de tal modo que afecte el camino que cada uno lleva en la dirección de su final inevitable.



Los cristianos lo somos por el bautismo. Con el bautismo nos hicimos uno en Cristo, al participar de su muerte y resurrección. Aún más, participamos de ordinario, en su vida divina cada vez que escuchamos o leemos su evangelio y al participar de los sacramentos, por ejemplo, en la reconciliación, y sobre todo al unirnos a su mesa del pan eucarístico.



Sin embargo, en muchos casos, “ser cristiano” sólo es una potencialidad o una capacidad sin usar; como una semilla de un árbol de aguacate guardada en un frasco de cristal. O como un un barco anclado en el muelle. Seguro en el vaso o en el muelle, nunca llegará al ancanzar las metas para las cuales fue creado, y vino a este mundo. 



El barco está seguro en el puerto, pero es para navegar. Lo propio de la semilla es llegar a ser árbol y el barco lanzarse al mar. Del mismo modo la identidad del cristiano no es tener otro nombre que se guarda de lunes a viernes y se saca a pasear los fines de semana. Lo propio del cristiano es “ser otro Cristo”, tanto, como un modo de ser.



Jesús es para todos porque es dado a todos, pero no es para todos porque sólo unos pocos logran hacerse uno en él. Cómo el río se hace uno con el mar.



Tal experiencia no es sólo para las personas religiosas o de gran experiencia mística, sino para aquellos que quieran vivir una vida con sentido humano. Sabiendo que todo tiene un inicio y un final. Y mientras se toca cualquiera de los extremos, la vida sólo debiera ser de amor y en el amor, para que valga la pena. Eso es fundirse o hacerse uno en Cristo en la vida cotidiana.



Para que Jesús sea para todos, recomiendo tres prácticas que pueden insertarse en la vida cotidiana.



Primero. No posponer la práctica de la conversión. La conversión es volverse a lo mejor que hemos sido en el pasado, para recuperar el sentido de una vida presente y futura. Conversión es regresar al punto en que nos extraviamos. Los días felices que tuvimos nunca están perdidos para siempre, pueden volver a ser otra vez; todavía con más belleza, si los retomamos desde lo mejor de nosotros mismos. Más aún si logramos examinar lo mejor de las personas. Ahí nos enfrentaremos cara a cara con el mismo Cristo quien nos dijo: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado.



Segundo. Oír la voz de Dios en la propia interioridad. La persona o sabe vivir en silencio y en soledad o es incapaz de atender las verdades que están dentro de ella misma y de los grandes maestros, como Jesús.



La voz eterna de Dios suena imponente en el silencio, sólo interrumpido por el llanto del niño que nace, por el silbo del aire nocturno, por la lluvia que golpea los techos de madrugada, por el anciano que muere confiado en un amor mayor.



Hay que bajarse del ruido del mundo para descender a tu interior donde Dios habla en lo secreto y como águila te eleva por las alturas para enseñarte a amar desde lo infinito.


Tercero. Vivir en austeridad, moderación o sobriedad. Significa no acumular cosas más allá de lo que necesitas para vivir. Es darse cuenta de lo poco que necesitas para tener una vida feliz. Casi siempre sólo llegamos a notarlo cuando una persona se despide de este mundo por fallecimiento o cuando enfermamos gravemente. Las despedidas y el regreso a casa nos dan ese sentido de comprensión.

Piensa, por un instante que te vas de viaje por seis meses: echa en la maleta sólo lo que necesitarás para ese tiempo. Luego considera, que viajas por un mes ¿qué pondrías en la maleta? O piensa que viajas por dos días solamente. ¿Y si te vas para siempre fuera del país?: ¿qué necesitas llevarte?

Te darás cuenta de que son pocas las cosas que necesitas. Seguramente harás una selección de lo que en verdad necesitarás.

La vida es un viaje breve hacia la eternidad. ¿De cuanto tiempo? Nadie puede saberlo.


Ir por la vida ligeros de equipaje es llevar consigo en la maleta lo que necesitas. Nada más.


Al salir de viaje y regresar, sabes que en casa hallarás lo que dejaste; en cambio traerás cosas nuevas como regalos para quienes se quedaron esperándote.


Las cosas que dejaste al irte siguen en el mismo lugar, sin mérito y con mucho olvido. Tú en cambio regresas renovado, con el brillo en los ojos de haberte ido y de haber regresado. 


Esos son los frutos de la austeridad, la sobriedad o la moderación. ¿Lo notaste?


Eso es vivir en Cristo. Eso es hacerte uno en Cristo. Es de pocos. No para todos.
domingo, 3 de marzo de 2019