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Salud del alma

 


Salud del alma



Por: Gvillermo Delgado Acosta OP



La salud del cuerpo, del espíritu y de lo racional sólo llegará a sostenerse en el tiempo el día que apostemos por la salud moral. Lo han insinuado los neurocientíficos sosteniendo que la salud mental está arraigada en los problemas éticos. Cuidarnos deviene de la ética y la moral.


En el largo camino de las religiones ha quedado expresado que el pecado acarrea la propia culpa. La culpa se convierte en peso y el peso en el pesar que arrasa con toda vida dichosa. Si la bienaventuranza es añoranza de un paraíso perdido es porque es memoria de lo que un día fuimos y dejamos de serlo.


Basta con espiar por la propia historia desde la infancia y constatar tantas pérdidas, de lo que dejamos de ser. Hannah Arendt afirmó que la única razón por lo que vale la pena conocer el pasado es para modificar el futuro. Inmiscuirnos en aquello que perdimos y dejamos de ser, por acciones erradas, hace creer en lo mucho que aún podemos mejorar.


La ética es el camino. Cuando definimos a la persona como sabia, dada su razón y su proceso de perfeccionamiento en una larga data evolutiva, en el fondo lo que se describe es el silencioso devenir a través de la ética. Sin la ética jamás se podría definir a la persona, ni tan siquiera desde un mínimo ápice de sabiduría.


Recuperar a esa persona sabia, que la humanidad ha perdido, ha empezado a acontecer el día en que no hablemos de la ética universal como un imperativo, sino que tú y yo somos esa moral, esa ética; y atrevernos a decir: estoy buscando no sólo fuera de mí, sino en la persona que soy yo mismo. No como persona en soledad sino orientada hacia ti.


Bastaría que esa relación estuviera animada por el valor de la empatía como para reivindicar lo perdido y dar crédito a tantas luchas al nivel que sean, por la cual la persona ha batallado y sigue haciéndolo; pero cada vez que hace una lucha en lugar de asomarse a lo que busca lo enturbia, porque se reinventa no desde el bien sino desde el mal, desde lo inmoral.



Recuperar lo humano en el valor de la empatía sería renacer desde lo más original y auténtico, para ser en lo original y en lo auténtico.


Quien es empático llega a habitar el alma del otro. El empático habilita la capacidad de perdonar y ser perdonado. Bastaría una pequeña dosis de empatía para descender a las profundidades del alma; ya que la empatía es un buen asomo a lo sublime, a la condición espiritual humana. Reivindicarse desde ahí es recuperar al hombre sabio. Eso es recuperar la salud del alma.


miércoles, 14 de agosto de 2024

Claves para identificar la propia vocación

 


Cualquier vocación dejará siempre un halo de insatisfacción

Por: José Gvillermo Delgado


No existe persona en el mundo que no se sienta convocada a construir y participar de un mundo feliz, ya que la vocación primera y última consiste en alcanzar aquello que cada uno experimenta en la propia existencia. Esto es la vocación.

 

La vocación es responder al llamamiento que cada persona presiente a través de una voz interior, para orientar y definir su futuro. No hacerlo sería atentar contra sí mismo en un fluir de frustraciones.

 

El lugar de ese futuro no es sólo el más allá del ahora, sino el espacio que cada uno habita en sus acciones presentes, para definir el propio destino, como punto de llegada.

 

Por tanto, con la vocación aprendemos a formular las experiencias y a determinar las decisiones con sabiduría.

 

De tal modo que, la vocación apunta a la construcción de un mundo de relaciones, a un horizonte abierto a cosas mayores; como indicación de que somos seres en camino hacia un más allá, y a la vez constructores de un mundo feliz en el más acá de lo cotidiano.

 

Cualquier vocación dejará siempre un halo de insatisfacción, y nos pondrá en una actitud de búsqueda permanente, en dirección del perfeccionamiento. A esto llamamos misterio.

 

Esbozamos ahora algunas claves para definir la propia vocación.

 

Primero, si la vocación es una llamada, un futuro y un destino que orienta hacia la felicidad o a la realización, saber cuál es mi vocación equivale a preguntarse: ¿Cuál es mi destino y a qué futuro soy convocado? Con frecuencia la enfermedad, la edad y las frustraciones nos llevan a decir que no tenemos futuro o que ya no tenemos esa capacidad de búsqueda.

 

Una vida sin futuro será siempre una vida sin presente, en cambio una vida con futuro es cauce por donde fluye el amor en todo momento.

 

Segundo, nada acontece por azar, todo corresponde a un plan. Nos definimos por lo que hacemos y por lo que queremos llegar a ser. Esto es tener un proyecto de vida. Tal proyecto consiste en lanzarse hacia adelante con el fin de alcanzar algo o llegar a ser alguien en la vida. Sólo quien tiene un proyecto puede decir, al modo de San Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Fil 1, 21).

 

Si lo determinante de un proyecto tiene que ver con el hacer, este se anima desde una base de valores. Con lo cual, cada persona debe priorizar su propia escala de valores y responder: ¿Cuáles son los valores más importantes para amar o relacionarme por vocación?

 

Tercero, si la vocación es una convocatoria para atender una llamada que emerge del interior, como quien escucha una voz que le ordena y destina hacia un futuro; entonces esa voz no se puede obviar por ser de la naturaleza humana. No atenderla sería atentar contra el propio destino. Para no equivocarse debemos identificar las señales que conectan el universo espiritual con el mundo de las cosas sensibles exteriores.

 

Con frecuencia las señales se simbolizan en acontecimientos, experiencias, personas, eventos de júbilo o de sufrimiento. Reflexionar sobre esas señales es clave para conocer la realidad y orientar las decisiones según lo que debo hacer y lo que debo esperar. Eso es corresponder a la vocación.

 

Cuarto, el llamamiento es corresponder a ser uno mismo. No existe modo alguno de llegar a serlo sin interrogarse sobre el futuro que con frecuencia negamos, cuando sabemos que corresponden a las grandes verdades del territorio del alma, por ejemplo, la muerte. Corresponder a esa realidad y no negarla es descubrir el ser auténtico.

 

La vocación nos permite sobreponernos al propio temor de interrogarse sobre la propia muerte que todos llevamos estampada en el alma desde el día en que nacemos. Así es como enfrentamos la muerte y le damos sentido a la vida, quedando para siempre determinada nuestra vocación en todas las direcciones, hacia el mundo, hacia las otras personas y hacia Dios.


Publicado en prensa Libre, 28/02/2022, sección Buena Vida, p. 26. 

lunes, 10 de enero de 2022

Personas educadas

 



Personas educadas

Guillermo Delgado
15 de febrero del 2021


Nos dijeron de niños que “las personas educadas saludan”. Afirmando así que, la educación es el principio útil para tejer las buenas relaciones, a todo nivel y en todo lugar. Con las personas que hallamos en los corredores de la casa o por las calles de camino al mercado.

Al insistir tanto en la educación queda claro que, eso de “relacionarse” humanamente no siempre es para todos; porque prevalece en el interior de cada persona un instinto larvario de rebeldía que arrastra retorcidamente por direcciones, no alineadas con la recta razón. A eso llamamos “misterio estulticia”.

¿Cómo educar en los casos de retorcimiento? Esta pregunta se salva por el punto de partida, y es este, que toda persona, aún en el misterio lejanísimo de su esencia bondadosa, puede ser restablecida y rehumanizada.


Gracias a la profesionalización escolar hemos aprendido que a unos se les puede confiar la educación de otros, sean niños, jóvenes o adultos; con el propósito de llegar a conocer las leyes de la ciencias físicas y sociales, al ser humano en su esencia, su origen y destino. Y eso, por ejemplo, porque aun siendo adultos, muchos emprenden el digno camino de la paternidad, sin estar preparados para el ejercicio de esa loable misión. De ahí la necesidad imperiosa de recurrir a otros para que coadyuven a tal tarea.


Sin embargo, no siempre es necesaria la escolaridad para ser educados. Por generaciones hemos perfeccionado el sano juicio de la convivencia. Lo que ahora enseñamos en las escuelas y las universidades a veces sólo tiene, como cosa nueva, los modos de enseñar a los niños y a los jóvenes.


El ser humano como el conocimiento científico no es un invento de laboratorio, establecido de una vez para siempre, sino un descubrimiento continuo que se perfecciona en la ecuación: ensayo-error.


Dichosamente, en cada época y acontecimientos, las sociedades nos han regalado seres humanos sabios e iluminados que nos han instruido y guiado con sus intuiciones y conocimientos hacia una manera mejor y perfecta para relacionarnos.


Por consiguiente, el imperioso principio “aprender a aprender”, nos obliga a mirar el propio pasado con ojos de apertura, aprender de lo que un día fuimos; soñar una vida mejor que la que ahora llevamos, para aprender desde lo que creemos; permitir que aparezcan en nuestro espejo aquellas personas dignas de ser imitadas, pues nos educamos en relación con los demás, sobre todo con quienes se aproximan, en cierto modo, a lo que soñamos; valorar las huellas que vamos dejando por donde avanzamos, que otros pisarán, de lo contrario la vida es un sinsentido y absurdo; finalmente, sin fatalismos, estar conscientes que la vida se nos va poco a poco en el implacable tiempo, pero el mundo que dejaremos el día que nos vayamos, será sin duda, mejor que aquel que hallamos el día en que fuimos llamados a la existencia.

lunes, 15 de febrero de 2021

AMA, NADA MÁS

 




La realización es posible que llegue, pero mientras habites este mundo lo único que puedes hacer es amar.

Por: Gvillermo Delgado OP

Foto: original de jgda


Cuando fui estudiante de teología el siglo XX acababa, para entonces asimilé por poco tiempo que “el ser ideal” es posible mientras habitamos este mundo. Los desengaños por los que la misma teología me llevó vinieron después.


Los estadios que el tiempo marca en etapas mientras crecemos determinan lo que seremos para siempre. Vamos a la escuela, hacemos amigos, practicamos deportes o un arte, trabajamos, nos graduamos y tomamos decisiones. Por eso, hoy somos de acuerdo con lo que fuimos un día y mañana llegaremos a ser por lo que ahora somos.


Aprender que la felicidad es una tarea y no una meta allende del horizonte, nos cuesta toda la vida. Eso es lo que asimilé en el siguiente estadio de mi vida.


El día que por fin afirmemos sin tapujos que la realización humana no es posible, nos liberamos de tantos clichés asimilados por los convencionalismos culturales, sociales y a veces religiosos. Quizá ese día empecemos a ser más religiosos y más nosotros mismos. 


Esto que digo de repente podría inquietar el alma de más de dos personas, porque: ¿Quién de nosotros no afirma que vive para realizar su vida?, pero, les pido que continúen esta reflexión hasta el final. Saben ¿por qué?


Cargar con frustraciones, con diversidad de miedos e inseguridades es como si tuviéramos instalada en la raíz del cerebro alguna aplicación malvada imposible de desinstalar. Es como una condena anticipada. Sobre todo, lo cruel y penoso está en la desazón que nos provoca el hecho que experimentemos de tajo tales emociones por el afán de alcanzar la felicidad.


Desaprender, desheredar las propias riquezas, para retomar las promesas y el conocimiento cierto es la lección más hermosa que los profetas y los santos hicieron en su tiempo. 


Imagina a San Jerónimo al abandonar su vida feliz de los circos romanos para dedicarse después a una vida de austeridad, de penitencias y estudio de las Sagradas Escrituras. Si hablamos del Gran Agustín de Hipona, quien no conforme con sus riquezas y conocimientos llegó al despojo, al modo de los evangelios predicados por el mismo Jesús de Nazarét.


Llegado a este punto quizá te preguntes ¿A dónde quiero llegar? Desaprender para volver a aprender es lo que hacemos cuando amamos. 


Amar es despojarnos para volvernos a revestir “con un traje de triunfo”, como dice el profeta Isaías (62, 10). Amar entregándose como aquello que nadie puede comprar al modo del Cantar de los Cantares (8, 7). A eso quiero llegar con todo lo que vengo diciendo.


La felicidad, la realización o “la salvación eterna” de la que dicen las Sagradas Escrituras es posible sí y sólo sí te “despojas”, tal como se lo pidió Jesús al Joven rico: Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que posees y da a los pobres, y tendrás tesoro en los cielos; y ven, sígueme (Mt 19, 21). Solo entonces lo probable será posible.


En pocas palabras, lo que finalmente digo es que la realización es posible que llegue, pero mientras habites este mundo, lo único que puedes hacer es amar. Nada más. 



miércoles, 19 de agosto de 2020

La fe y el miedo

 



¡Qué fácil es dar consejos! Decir, por ejemplo: ¡sé valiente, no tengas miedo! ¡Ten fe!

 De Gvillermo Delgado OP


¿Es posible no tener miedo? ¿Vivir en fe plena? De momento digamos que no es posible. Menos aún, superar los grados intensos de miedo o alcanzar un óptimo grado de fe y mantenernos constantes. No en personas normales como nosotros.

El reto para toda persona, religiosa o no, científico o filósofo, maestro o alumno, consiste en cómo responder a esas preguntas en el devenir de su vida. Sabiendo que el miedo, en muchos casos, es como el pedagogo interior que va advirtiendo de peligros y señalando las direcciones. En tal razón el miedo no se evade. Se le saca provecho. Lo primero es dejar que se manifieste, pero poniéndole límites: no más de 10 segundos. Los beneficios tienen que venir después.

Hay miedos que instruyen. Otros que no, pues son angustia real o imaginada ante el posible riesgo de no tener el control de sí mismos y de no alcanzar aquello que anhelamos. Es ese sentido al miedo, al ser creación propia, se le gobierna. No puede ser como un fantasma que yo mismo creo, y luego me espanta. Digamos pues, que es creación propia.

En cambio, la fe es certeza. Muchas veces opaca, no visible ni siquiera en el propio intelecto, los afectos o intuiciones. Sin embargo, permanece como el rumbo verdadero que moviliza, sin el cual seriamos almas ciegas, fuera de horizonte.

Por otro lado, hay muchos tipos de miedos, los más comunes son ciegos. Frecuentemente aparecen como impulsos que paralizan. Invitan a no hacer nada mientras la tormenta nos pasa encima. Nos anclan en pantanos a morir aterrados.

Si el miedo ciega, paraliza, te hunde en el pantano de la nada, te hace morir sin luchar; debes saber que, a pesar de todo, el miedo no se puede arrancar de tu piel, es la sombra de tu existencia, al menos mientras caminas bajo el sol. El miedo es de tu naturaleza. Es el grito silencioso de la conciencia que, aún mientras duermes te aconseja en los sueños. En consecuencia, el miedo es el buen consejero. El reto, la armadura para no huir, quedarte ahí, a enfrentar la batalla. El miedo es consejero, y si se ilumina con el sol de la fe puede conducirnos a buenos y seguros puertos.

Si el miedo es miopía, la fe es el ojo limpio del alma. Que orienta, hace ver y alcanzar lo que el miedo imposibilita.

Por eso, la fe como virtud es superación del miedo, gracias al esfuerzo de las decisiones y la angustia. Además, la fe es un regalo de la vida, de Dios, del universo, del todo, confabulando en favor de que tú, y tu entorno sean chispa, luz, fuego, llama que prende, ilumina, quema, evoluciona hacia las cosas grandes. Es decir, la fe define a las personas de “alma grande” (mahatma) como maestros, al modo del Señor Jesús.

En la lengua hebrea se utiliza el término “’amán” para decir amén. Este verbo significa apoyarse, asentarse, poner la confianza en alguien más solido que nosotros. Es decir, en la luz universal, que llamamos Dios.

De tal modo que la fe, y no el miedo, definen, finalmente, el tiempo como un regalo. Regalo es aquello que todos quisiéramos, pero lo esperamos de otros. Si lo compramos o exigimos ya no es regalo.

El tiempo como regalo, es aquello que no puedes darte, pero sí vivir, y para que lo vivas de acuerdo con la luz y las grandes cosas, con alma grande, los ojos de la fe serán siempre indispensables.

Foto: original de redes
domingo, 9 de agosto de 2020

El misterio humano




el Misterio humano

Existe una cosa propia de la condición humana a la que llamamos misterio. Cuando se decanta a lo bueno y santo es preferida como ideal, cuando se inclina hacia lo retorcido es algo despreciable. Inclinados a uno u otro lado, es como transcurre la vida.

Guillermo Delgado, OP

Las ideas grandes mueven las obras grandes. Si por una de ellas fueras recodado después de tu muerte, entonces pensarás: que no sólo valió la pena la idea que hiciste valer para los demás y para ti, sino que te hiciste inmortal, ya que sin saberlo buscabas a Dios donde ni siquiera lo sospechabas.

Queramos o no aceptarlo, la grandeza o la pequeñez, lo mortal o lo inmortal nos definen. Hay una cosa propia de la condición humana que por no saber cómo explicar llamamos misteriosa. Por ejemplo, tiene que ver con la actitud que asumimos una vez probamos la derrota.

¿Por qué el fracaso pone al descubierto una debilidad y la potencializa al extremo del aniquilamiento? Se supone que quien fracasa luchando como quien se hunde en el fango avanzando en un camino bueno, que él mismo determinó, jamás perderá la dirección que traía, a no ser que esa debilidad le haga cambiar de dirección.

Hay otra cosa más sublime que hace original al humano. Tiene que ver con una fuerza que lo moviliza a lo radicalmente bueno.

No hay cosa más sublime que vivir sabiendo que somos originalmente buenos, y que ahí está el fundamento de todo lo que en esta vida podemos conquistar.

A la hora en que comprendemos que en nosotros existe esa fuerza extraordinariamente buena, que nos mueve, no sólo llegamos a definirnos como lo que somos, originariamente buenos, sino que llegamos a saber por fin cual es el móvil de la vida ética y feliz.

Sólo los años hacen comprender lo misterioso de lo humano. Quizá porque empezamos a encarar la condición mortal con realismo. Así es como las grandes lecciones se aprenden de las pequeñas cosas. A menudo aquello que nunca tuvo valor, ahora brilla como el sol que se asoma en el horizonte entre las montañas lejanas. Mientras más limitada es la vida más grande se muestra. Por ejemplo, la enfermedad nos traza el halo de lo eterno.

Las voces eternas se oyen, no en el ruido sino en el silencio. Ya que la “soledad” hace posible la generación de la voz más potente.

Ocurre que en los ensayos de muerte que vienen con el profundo sueño, la verdad se asoma. También aparece en el descubrimiento de ser- uno-mismo. Y aunque esa verdad no nos introduzca en aquel lugar al que nos dirigimos paso a paso, sin embargo, lo traza como camino para llegar a ser, mientras avanzamos, lo que al menos mínimamente siempre hemos soñado.

Somos herederos de un paraíso del que jamás podremos ser expulsados.


domingo, 7 de junio de 2020

Fortalecer la fe en tiempos de crisis



Fortalecer la fe en tiempos de crisis


Toda crisis es el debilitamiento de lo humano, que se manifiesta cuando nuestras facultades racionales son insuficientes para enfrentar las dificultades. Es sentirnos obligados a aceptar con frustración que necesitamos ser asistidos por otras fuerzas.

Guillermo Delgado OP

07/04/2020

Si la crisis nos empuja en el debilitamiento a reconocer que somos incapaces de superar las dificultades por nosotros mismos, entonces la fe se nos revela como esa otra fuerza que necesitamos. De otro modo, la crisis es la epifanía de la fe.

¿Dónde está la fe? ¿Cómo la adquiero?
La fe se experimenta en lo humano. Eso quiere decir que lo humano es el lugar de la fe, por eso la fe es humana y al mismo tiempo no lo es. Por eso digo que "se experimenta en lo humano".

1. La fe es humana porque la persona individual necesita del tú. Nadie se sostiene solo. Lo cual implica confiar y necesitar de las otras personas.  En tales términos la fe cala y fortalece a la propia persona y le hace capaz de superar su debilitamiento. Por tanto, solo se fortalece aquello que ya existe, pero está débil.

2. Al afirmar que la fe no sólo es humana, aceptamos que la fe es divina. Aceptamos que lo divino sucede en lo humano. Es decir, para que la fe divina acontezca necesita la fe humana.

Dios presupone lo humano para regalarnos la fe, como la semilla requiere de la tierra fértil para germinar.

3. En ambos casos la fe es un regalo. Un regalo que no se exige a nadie y que nadie está obligado a dar. En la fe no se dan cosas, es uno mismo quien se dona o se regala. 

Humanamente uno se entrega a los demás o jamás experimentará el amor. En cuanto a Dios, él se está donando permanentemente, es una fuente inagotable que no cesa. En ambos casos la fe es probada en donarse uno mismo por amor.

Sin el amor, como fruto de la fe, no hay conexión entre las personas ni con Dios; para apoyarse, para comunicarse, para no dejar de ser humanos, para combatir y encarar el devenir incierto de las cosas.

4. Las personas de fe fortalecemos las relaciones humanas, encaramos con actitud toda situación, por difícil que sea. Sabemos plantarnos en la adversidad y agradecer en los tiempos felices.

Las personas de fe sabemos anticiparnos a la derrota y a la muerte, pues, aunque parezca contradictorio, siempre encontramos atisbos de luz en la tiniebla. Ya que el debilitamiento extremo siempre nos muestra donde están los demás personas y donde está Dios.

La fe es relación, confianza y certeza en la incertidumbre. Hace decir: “yo confío en ti como en mí, y en esas otras fuerzas extraordinarias que me aseguran aquello que busco”. Por consiguiente, la fe obliga descender al sentimiento de indigencia y mostrar que somos seres necesitados.

La fe es el alma del amor
La acción buena que recibimos, cualquiera que sea y de donde sea que venga es lo que llamamos amor. El amor es expresión de la fe, porque la fe es el alma del amor. El amor es el sentimiento más puro del alma que experimentamos gracias a la fe. O sea que, la fe toca las vibras más profundas de lo humano y las liras más lejanas de la alabanza divina.

Las personas de fe además de relacionarnos, esperar, confiar, fortalecernos; también construimos, porque sabemos que esperamos “algo”. Nadie va al trabajo o a la escuela si no supiera que el futuro le pertenece. 

En ese sentido la fe es alma del amor, pues nos hace construir cosas, construirnos como ciudadanos y cuidarnos mientras nos amamos. El amor es la acción movilizada por la fuerza de la fe. En cierto modo, el amor es la superación del debilitamiento de lo humano. Es "hacernos para" los demás y hacernos para lo divino.

El momento decisivo de la crisis
La crisis pone al desnudo todo aquello que no tenemos asegurado; activa los dispositivos del alma y nos ponen en estado de alerta delante de lo que urge tener bajo control. La fe da ese control. Pero no como fuerza que se impone, sino como luz que viene de lo alto y al mismo tiempo brota de la misma persona.

La fe es la experiencia de agradecimiento por todo lo que recibimos sin esperar nada a cambio. Es el abrazo de lo divino que disipa la incertidumbre. Que, aunque no define el devenir con la claridad que quisiéramos, la ilumina y eso nos basta.

En la crisis como debilitamiento ponemos en entredicho lo que en otro tiempo no cuestionábamos. Por ejemplo, que las certezas del futuro dependen del conocimiento racional, de la economía, de la tecnología, de las capacidades humanas a todo nivel.

En el entredicho volvemos a los orígenes y a la indigencia. Volvemos al lugar donde nos fundamos como seres necesitados. Es decir, gracias a las crisis aprendemos a depender de los otros y de Dios. Extrañamente en esa relación de dependencia la muerte no se nos revela como lo más trágico sino como quien orienta la vida que ahora vivimos. Esa es la fe.

Foto: Ricardo Guardado OP

martes, 7 de abril de 2020

LA ESPERANZA HUMANA


LA ESPERANZA HUMANA

Guillermo Delgado OP

La frustración pone al descubierto lo susceptible que es la persona a todos los males y a todos los bienes.

Nunca la felicidad se extraña tanto como en los momentos del infortunio, que desatan los nudos del sufrimiento en el muro sin salida de la frustración. Cuando se expone la dura realidad, la felicidad se echa de menos.

Paradójicamente, en los días felices, la libertad se define como la posibilidad de abrirse al mal, lejos de toda conciencia; hasta que esta empieza a morder y a despedazar lo más sensible del alma.


La persona acongojada por sus propios males intenta de todo.  Baja a su propio infierno a traer las flores del consuelo. Angustiada reza a dioses inexistentes y es golpeada con sus propias palabras.

Convertido en reo de sí mismo, ¿quién puede salvar lo humano? Demasiado lejos suena aquella canción de la banda Scorpions, de los 90:

«Listening to the wind of change… The future in the air… Blowing with the wind of change».


¿Qué esperar?

Hay que partir de “un lugar presente”, y esforzarse para que el futuro no implique sólo una espera confiada. 

Este lugar presente sólo puede serlo la persona humana: ella es el terreno fértil desde dónde toda religión, toda ética, todo el arte, todo el pasado y toda realización adquiere vitalidad.


La persona es el “sueño verdadero” que se realiza en la comunión, porque se asume así mismo y asume a los demás. Realiza su sueño en la imagen del otro, como su otro yo, y en el universo de todo lo creado. Pero eso no es todo.

La esperanza es la realización del sueño humano por haberse posesionado en otra imagen distinta a la suya con quien le gusta medir su propia estatura, o sea la divina. De ese modo la esperanza ya no es puro acontecimiento de un sueño, sino “realización”. Ya que delante de esa otra imagen, distinta de la suya, la persona descubre  su propia belleza, a pesar de las frustraciones de su mundo.

La esperanza libera a la persona de su indigencia, haciendo habitable su entorno inmediato. Aristóteles definió la esperanza como "el sueño de los hombres despiertos".

La esperanza es el lugar del nacimiento y del alma que está en el porvenir, siempre mayor, hacia donde está referida. Aunque parezca contradictorio, también la esperanza acontece en el presente consciente. Ya que la esperanza eleva lo humano hacia la altura de sí mismo, desde su propia raíz, siempre misteriosa.

La persona de esperanza vive en el aquí y ahora cada fragmento de su futuro.  La esperanza es realización presente y a la vez por llegar. Con justicia, la esperanza se reanima a cada instante, en la angustia, en lo trivial, permitiendo que la persona se reconstruya siempre en algo nuevo; gracias a aquella Imagen Mayor hacia donde está dirigido su corazón.

Asumida la esperanza en el aquí y ahora, al llegar la tribulación como la alegría, sitúan lo humano en la profundo y lo más alto. Sabiendo que entre la frustración y los anhelos está la razón del tiempo que pasa y del espacio que habita. No en el vacío sino en la espera confiada de algo mayor. Lo mejor siempre está por manifestarse.

Foto: jgda
miércoles, 9 de agosto de 2017