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VIERNES SANTO

Viernes Santo

El viernes Santo los cristianos conmemoramos aquellas horas en que el Varón de dolores (Isaías 53, 3) trazó la dirección que todo ser humano lleva mientras vive en este mundo. 

Esas horas del Varón de dolores también indican las limitaciones y los anhelos humanos. 


La “pasión” del Señor da sentido al dolor y al sufrimiento humano porque trazan una dirección definitiva. El sufrimiento no acaba con el dolor. El árbol herido al tronco una vez tirado muere. La persona nunca. Cuando más agudo el sufrimiento más infinita se hace la vida.


La persona que acompaña al Hijo del Hombre (Daniel 7, 13-14) en su pasión es aquella que se siente acompañada por su Dios  en la hora de los infortunios.

Quien experimenta la misericordia de Dios se convierte en misericordioso. Será siempre solidario en las penas ajenas. 

El Dios que no me abandonó en mis angustias y vergüenzas, no permitirá que yo abandone a quienes sufren su misma pasión en sus propias calamidades.
Sobre todo al saber que el dolor no es nada apreciado cuando está cercado por el sufrimiento. El dolor como principio de la “compasión” es un valor inevitable para la espiritualidad cristiana, por ser la única manera en que teniendo a Cristo como modelo el cristiano aprecia lo valioso de la vida propia y la ajena. Quien experimentó la misericordia, se hace misericordia.

Sentir la herida ajena en la carne blanda del dolor nos une a Dios vivo, como Jesús en la cruz al exclamar:

  "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu" (San Lucas 23, 46).
Como Jesús, nos ponemos en las manos del eterno Padre, para que haga su voluntad.

Quien así procede permite a Dios que sondee su alma. Donarse en su Hijo extremadamente, sin reservarse nada para sí mismo, es permitir que la voluntad divina prevalezca por encima de la propia individualidad. Eso es unirse profundamente en la pasión del Señor.

Quienes comprenden que Dios ha asumido todo lo humano, aun lo más despreciable, en la encarnación de su Hijo, se identifican con él. La última palabra nunca la tienen "las cosas del mal". La última palabra siempre la dice el amor. El amor tiene como epicentro el corazón donde lo divino y lo humano se encuentran. Fuera de ahí todo es pérdida, es condenación.

Esa compresión empieza por ser personal, como es personal la enfermedad del cuerpo. El sufrimiento una vez sentido en la propia carne conmueve a las demás personas. 

El corazón es el lugar de encuentro del amor más sublime que sólo el sufrimiento mas sentido le puede dar el más hondo significado.

Puestos en las manos de Dios. Confiados en que aún en el dolor más intenso alumbrará la oscura pena  es darse por enterados que vamos por el camino de la Cruz hacia el Gólgota, cuya palabra última es el de una vida perdurable.

La resistencia del cuerpo acaba cuando el alma se libera, y un alma liberada sólo puede ser soporte de un cuerpo glorioso.

Lo más hermoso de esta verdad consiste en que para alcanzar tal estado espiritual no debemos acceder al misterioso hecho de la muerte física. La libertad ya es una realidad fundamental del "ahora y aquí mismo". Los creyentes cristianos remachamos tal aseveración diciendo que "Cristo ya nos ha salvado". 

Por consiguiente darle lugar a Dios en nuestras realidades de pasión cotidiana es apostar por una vida de plenitud, ahora y aquí mismo. Es llevar los estigmas de la pasión del Hijo en nuestro propio cuerpo. 



Por: Fr. Gvillermo Delgado OP
Pinturas: Van Gogh
sábado, 19 de marzo de 2016