La multitud de los santos
Por Guillermo Delgado OP
En la diversidad de las
imágenes de los santos y mártires miramos el triunfo de la iglesia glorificada.
Ellos “Los que están vestidos con vestiduras blancas” (Ap 7,13), son los que han
triunfado y se sobrepusieron a las tribulaciones. Quienes “han lavado sus vestiduras
y las han emblanquecido en la Sangre del Cordero. Por eso están delante del trono
de Dios, le sirven día y noche en su templo” (Ap 7, 14); ellos han sido glorificados
junto al Dios Altísimo.
Así vemos al sin fin de santos que la Iglesia nos ha legado
para nuestros tiempos. Cada uno de nosotros se identifica de un modo particular
con alguno de ellos. Muchos de nosotros incluso llevamos sus nombres. Como yo, que fui bautizado
como José en honor al Patriarca San José, y consagrado como fraile, bajo el amparo y el testimonio de Santa María Magdalena, de
Santo Domingo de Guzmán, de Santo Tomás de Aquino, de Santa Catalina de Siena,
de San Martín de Porres y tantos otros santos dominicos.
Aquel que resplandeció en el monte Tabor es el mismo que
trasluce en el alma y el testimonio de quienes le siguieron hasta dar su vida
como él. Por eso el testimonio de los santos nos conmueven desde la profundidad
de nuestras almas, al punto de querer imitarles, y como ellos dejar un legado
para las nuevas generaciones.
En la tradición cristiana se
describen dos tipos de bautismo. Ambos tienen que ver con asimilarse
a Cristo. Desde los orígenes del cristianismo se hablaba del bautismo de sangre,
aludiendo a las palabras del Señor cuando dijo: “El cáliz que yo he de beber,
lo beberán ustedes, y con el bautismo con que yo he de ser bautizado, serán bautizados
ustedes” (Mc 10, 38-39). Jesús se refería a ofrecer nuestra vida como él la
ofreció en la vida terrena y desde la Cruz, o sea en los extremos del amor y el
martirio.
También en la tradición cristiana hablamos del “bautismo de
deseo” y de agua (San Fulgencio), con el objeto de parecernos al mismo Cristo. Más que
cristianos nosotros somos y debemos ser “otro Cristo”. A esto refiere el bautismo
de agua: a morir con él y resucitar con él. Pues responde a las palabras que
Jesús dirigió a Nicodemo, cuando dijo: “En verdad, en verdad te digo que el que
no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5).
Estas son las marcas o señales
de los cristianos: de quienes nos alimentamos del Pan y del Cáliz
del Señor. Estos los estigmas de quienes nos iluminamos con el resplandor del resucitado. Por eso llevamos en nuestro cuerpo las mismas llagas y los
sufrimientos del Señor que nos hacen soportables las enfermedades y sufrimientos
de este mundo, tal como lo expresó San Pablo en su tiempo, cuando escribió a la
comunidad de los Colosenses: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por ustedes,
y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo” (Col 1,
24).
Nosotros los bautizados,
somos "uno solo" unidos a la vida de los santos que ya han sido glorificados; pues como
ellos, también somos iluminados mientras peregrinamos en este mundo, como la Iglesia
del Señor. En nosotros se cumplen las palabras del viejo Simeón cuando vio al niño
recién nacido y dijo: nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a
los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por
caminos de paz (Lc, 1, 78 -79).
En esta mañana de resurrección,
vemos aparecer a ese “sol que nace de lo alto”. Él es nuestra luz, el camino
para no extraviarnos mientras avanzamos por este mundo, muchas veces en “sombras
de muerte”. Él es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn 14, 6) para que la fuerza
de la maldad no entorpezca la rectitud de nuestras conciencias. Él es la “luz del
mundo”, el “cordero degollado”, en cuyo libro hemos sido inscritos desde la fundación
del mundo (Cf. Ap 13, 8). El mismo lo dijo mientras estaba con nosotros: “Yo
soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá
la luz de la vida” (Jn 8, 12).
Ante tal evento, Dios
nos ha demostrado que “camina con nosotros” y nos guía como lo hacía con el pueblo
liberado de la esclavitud, por el desierto (Sal 68,7); batalla en nuestro favor,
porque “habita entre nosotros” (Jn 1, 14). Con lo cual “hemos visto su gloria”,
tanto como Santiago y Juan en el monte tabor. Ante tal acontecimiento no nos
queda más que confirmar nuestra fe, ya que en él está asegurada nuestra
redención. Así y sólo así nuestra vida presente encuentra su sentido y da razones
de la esperanza futura.
He ahí, la multitud de los Santos, he ahí el Sol que nace de lo Alto, Jesucristo el Señor, el que venció la muerte, el Resucitado.
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