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La multitud de los santos Hechos y Palabras sábado, 19 de abril de 2025 Sin Comentarios

 





La multitud de los santos



Por Guillermo Delgado OP

 

En la diversidad de las imágenes de los santos y mártires miramos el triunfo de la iglesia glorificada. Ellos “Los que están vestidos con vestiduras blancas” (Ap 7,13), son los que han triunfado y se sobrepusieron a las tribulaciones. Quienes “han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la Sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, le sirven día y noche en su templo” (Ap 7, 14); ellos han sido glorificados junto al Dios Altísimo.


Así vemos al sin fin de santos que la Iglesia nos ha legado para nuestros tiempos. Cada uno de nosotros se identifica de un modo particular con alguno de ellos. Muchos de nosotros incluso llevamos sus nombres. Como yo, que fui bautizado como José en honor al Patriarca San José, y consagrado como fraile, bajo el amparo y el testimonio de Santa María Magdalena, de Santo Domingo de Guzmán, de Santo Tomás de Aquino, de Santa Catalina de Siena, de San Martín de Porres y tantos otros santos dominicos.


Aquel que resplandeció en el monte Tabor es el mismo que trasluce en el alma y el testimonio de quienes le siguieron hasta dar su vida como él. Por eso el testimonio de los santos nos conmueven desde la profundidad de nuestras almas, al punto de querer imitarles, y como ellos dejar un legado para las nuevas generaciones.



En la tradición cristiana se describen dos tipos de bautismo. Ambos tienen que ver con asimilarse a Cristo. Desde los orígenes del cristianismo se hablaba del bautismo de sangre, aludiendo a las palabras del Señor cuando dijo: “El cáliz que yo he de beber, lo beberán ustedes, y con el bautismo con que yo he de ser bautizado, serán bautizados ustedes” (Mc 10, 38-39). Jesús se refería a ofrecer nuestra vida como él la ofreció en la vida terrena y desde la Cruz, o sea en los extremos del amor y el martirio.


También en la tradición cristiana hablamos del “bautismo de deseo” y de agua (San Fulgencio), con el objeto de parecernos al mismo Cristo. Más que cristianos nosotros somos y debemos ser “otro Cristo”. A esto refiere el bautismo de agua: a morir con él y resucitar con él. Pues responde a las palabras que Jesús dirigió a Nicodemo, cuando dijo: “En verdad, en verdad te digo que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5).



Estas son las marcas o señales de los cristianos: de quienes nos alimentamos del Pan y del Cáliz del Señor. Estos los estigmas de quienes nos iluminamos con el resplandor del resucitado. Por eso llevamos en nuestro cuerpo las mismas llagas y los sufrimientos del Señor que nos hacen soportables las enfermedades y sufrimientos de este mundo, tal como lo expresó San Pablo en su tiempo, cuando escribió a la comunidad de los Colosenses: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por ustedes, y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo” (Col 1, 24).


Nosotros los bautizados, somos "uno solo" unidos a la vida de los santos que ya han sido glorificados; pues como ellos, también somos iluminados mientras peregrinamos en este mundo, como la Iglesia del Señor. En nosotros se cumplen las palabras del viejo Simeón cuando vio al niño recién nacido y dijo: nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz (Lc, 1, 78 -79).



En esta mañana de resurrección, vemos aparecer a ese “sol que nace de lo alto”. Él es nuestra luz, el camino para no extraviarnos mientras avanzamos por este mundo, muchas veces en “sombras de muerte”. Él es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn 14, 6) para que la fuerza de la maldad no entorpezca la rectitud de nuestras conciencias. Él es la “luz del mundo”, el “cordero degollado”, en cuyo libro hemos sido inscritos desde la fundación del mundo (Cf. Ap 13, 8). El mismo lo dijo mientras estaba con nosotros: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).


Ante tal evento, Dios nos ha demostrado que “camina con nosotros” y nos guía como lo hacía con el pueblo liberado de la esclavitud, por el desierto (Sal 68,7); batalla en nuestro favor, porque “habita entre nosotros” (Jn 1, 14). Con lo cual “hemos visto su gloria”, tanto como Santiago y Juan en el monte tabor. Ante tal acontecimiento no nos queda más que confirmar nuestra fe, ya que en él está asegurada nuestra redención. Así y sólo así nuestra vida presente encuentra su sentido y da razones de la esperanza futura.


He ahí, la multitud de los Santos, he ahí el Sol que nace de lo Alto, Jesucristo el Señor, el que venció la muerte, el Resucitado.





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