Por: Guillermo
Delgado
Por origen y destino somos para el sueño feliz. No para la pena. Sin embargo, nos acecha la desdicha.
Con frecuencia los rumores de
guerras y pestes se oyen a lo lejos. Mientras no nos afectan, las malas noticias sólo son noticia lejana. El dolor ajeno sólo duele cuando arde en la propia piel.
Ojalá pudiéramos de una vez
derrotar las malas cosas e instalar un paraíso "en el propio mundo" en cuyos límites abunde la vida plena sin
final.
Si la mala noticia pasa del rumor a
instalarse en el patio de la casa; no queda más que asumirla, dominarla, antes que ella nos
asuma y domine fatalmente. Sugiero 3 modos útiles de hacerlo.
1. Quienes hemos pasado por
momentos traumáticos, aprendimos de esos momentos que la pena se hace leve si "a pesar de los pesares" contemplamos los
colores de luz en los paisajes.
Los paisajes no son tristes ni
felices. Somos nosotros los entristecidos o los felices. Proyectar el estado de
ánimo al atardecer de un domingo, por ejemplo, es prolongar la propia alma más allá de la propia
comprensión. Eso, alivia, conforta.
En la desesperanza, en el luto, la
amenaza, el vacío, por leves o graves que sean, aconsejo que salgamos al patio e
improvisemos sobre el césped la cama y abramos el corazón a la noche estrellada;
dejemos que la infinita noche inunde la humanidad debilitada. ¡Qué el movimiento de la
naturaleza, el viaje de la luz penetre el alma!
El paraíso es un terreno infinito cuyos límites sólo aparece en el interior de cada alma. Ningún paraíso está perdido. Está olvidado. Habitarlo significa entrar en él por la memoria, la vida interior.
Si extendemos el alma en la unidad
del universo no hay mala noticia que la atrinchere y le haga daño; más bien, por mala que sea la noticia, será la oportunidad para ampliar el paraíso más allá de los límites establecidos.
2. El segundo modo útil es dejar
fluir los sentimientos. Que corran como río interior. La objeción que a menudo
aparece es ¿a quién confiar lo que siento? Es indispensable tener a quien
confiarle el alma, alguien que avance con nosotros por el paisaje y sus límites
interiores.
Si es cierto que el dolor como la
sombra jamás nos abandonan, al menos mientras caminamos bajo la luz, entonces
no nos queda más que experimentar el dolor como pasión redentora, con la
cual avanzamos más allá de las propias fronteras. Hay que sentirlo en el alma.
Y confiar hasta la muerte. No existe herida sin dolor que al mismo tiempo traiga un aviso de sanación. Sólo es cuestión de tiempo.
3. El tercer modo está en la fe, en la confianza que nos sostiene.
A veces somos pluma en el aire. Es cuando solemos expresar: ¿Quién por mí?
Dirigir la mirada al horizonte de
la tarde, dejando al mismo tiempo que el interior exprese el sentimiento para
que nada se quede dentro, hace de la fe el vínculo que nos sostiene en la vida
divina, junto al intercambio amoroso con las demás personas. Eso, nos permite
transitar más allá de los límites de la propia alma.
Si no somos para la precariedad es
porque somos para la vida feliz. No queda más que ser parte del paisaje de la
noche estrellada, confiar y creer.
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