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Morir con Cristo



MORIR CON CRISTO

Hemos muerto con Cristo, dice San Pablo (Col 3,3). 

¿Qué es morir en Cristo? A caso es:
¿La posibilidad de no ceder a las debilidades humanas?, ¿O vivir como el sordo que no es afectado por el ruido exterior, o como el ciego quien no percibe los olores fétidos o exquisitos? ¿Es vivir desconectados de las realidades temporales?
Humanamente se constata que «cada uno es probado por su propia debilidad que le arrastra y le seduce» (Sant 1,14). 

Si la debilidad se ve como problema no es porque sea mala sino porque no está integrada al conjunto del ser humano.

¿Qué es integrar la debilidad a lo humano? Integrar lo débil es apostar por el dominio de sí mismo y por ser constantes. Por ejemplo, perdonar una ofensa no debe entenderse como un «gesto momentáneo» sino como una «acción permanente».

Perdonar tiene que ver con «arrancar la ofensa». Emprender un modo diferente de tratar y ser tratado, de amar y ser amado. Sólo con el Amor, el pecado puede ser arrancado.

La persona débil ha creado hábitos para vivir en debilidad. Y se ha cerrado al amor. Convertido en esclavo, ha desordenado su existencia.

Los hábitos pueden modificarse, y los vicios erradicarse. Quiero decir que, la vida debilitada puede ser cambiada  desde la recta conciencia y convertirla en fortaleza como punto de apoyo.


En las debilidades hay capacidades ocultas que se traducen en fuerzas, porque las debilidades son «semillas de fuego», como brasas envueltas en sus propias cenizas. A la manera de San Pablo, hay que «presumir» de las debilidades, «porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 9-10).


Pasar de la debilidad al «dominio de sí mismo» implica modificar los modos de pensar y de hablar, cambiar los tipos de relaciones humanas, ser valientes para decir Sí o No; es dedicar tiempo para la salud interior. A eso llamo integrar la debilidad al ser de la persona.

El resultado es una «persona integral» con pensamientos buenos y sanos juicios.

La persona integrada tiene la virtud para mirar primero lo bueno antes que lo malo, se anticipa a las consecuencias de las propias acciones o ajenas.

Morir en Cristo es vivir en él (escondidos en la interioridad divina, Col 3, 3), porque la vida humana está orientada siempre hacia cosas mayores.

Nadie vive para la debilidad o para la muerte que acaba con todo cuando no tiene alcances mayores en el tiempo. Más bien, todos nos movilizamos hacia la realización de la comunión que tiene su centro en las relaciones humanas y su culmen en Dios que trasciendo la temporalidad.

¡Busquemos vivir en la comunión! 

¡Si es para siempre, Mejor!


Sabiendo que Dios habita la profundidad de nuestras almas, mientras nosotros  habitamos las profundidades de Dios, porque somos de la estirpe divina. Ahí encontramos las capacidades para morir y vivir en el amor.


Por:  Fr. Guillermo Delgado OP
Foto: jgda (de mi jardín exterior).

jueves, 26 de enero de 2017

El Amor y la Esperanza


Diálogos amorosos de María Magdalena
(De un apócrifo reciente)

Ante la muerte
sólo el amor permanece
porque del Amor venimos
y al Amor volvemos.

No adules sino quieres perder.
Si ya perdiste, busca otro camino,
porque todo lo que cambia apunta
hacia aquello que nunca es perdido.

No desandes el mismo camino,
puede ser peligroso para el Amor.
A no ser que fuera para volver
a la Fuente de la Vida.

No pongas en entredicho tu esperanza,
puedes morir para siempre,
que es lo mismo extrañar
eternamente toda felicidad posible.

La inestabilidad es fuego opaco que alumbra la oscuridad,
como preludio de un destello luminoso.
Mientras vivas, 
el cambio es necesario para vivir eternamente.

Lo que no siempre es querido
es advertencia de lo que se aproxima.
Tú que conoces la sublime sabiduría de la vida
¿Por qué le temes a la fría muerte?

Todos heredamos la muerte
aunque nadie la quiere.
Solo yo la quiero,
pero después de vivir la vida
tan feliz que me mate.

Que sea breve el olvido
mientras te espero
al otro lado del Amor
que perdura sin el tiempo.

Mi gran temor de amarte
no consiste en perderte
sino que en yo muera
porque al conocerte
soy yo quien se conoce más
y muriendo yo
es inevitable que tú no mueras
porque el amor
acontece una vez
y es para siempre.

Por: Guillermo Delgado OP
Foto: jgda (Santa María Magdalena en el paso liminar de la Verdad, en San Esteban de Salamanca).
sábado, 14 de enero de 2017

La Muerte

Todos hemos heredado la muerte sin quererla, quizá por eso le tememos. La mejor herencia es aquella que no se merece nunca, como lo que pasa en el amor. En cambio, la muerte, en contraposición al amor, se impone como un regalo obligado. Así por ejemplo, son trozos de muerte aquellos que tienen que soportarse a lo largo de la vida al sentir que «tenemos que amar porque no nos queda de otra». Trozo más trozo hacen una armazón que sostienen aquellas vidas raquíticas, enteleridas, que no sólo han dado muerte al buen ánimo sino que apedrean «el gusto de vivir» de otros.

En cierto modo, yo no quiero lo muerte para mí, porque desconozco el más allá de ese umbral del paso. Cuando pienso en ella, me pongo enclenque y lastimero; porque la muerte acaba con aquellas cosas que tienen su máxima descripción en lo que la vida permite alcanzar en el «aquí mismo» conocido. Lo demás es asunto de fe, de lo que hablaremos en otra oportunidad.

El aguijón de la muerte es temerario cuando no tengo control de esa terrible sombra fría que se posará engreída en mis músculos inertes. A pesar de todo, la muerte se va imponiendo poco a poco aunque la desprecie como aquello que no es querido.

A veces pienso que sólo el paso de los años le añade pequeñas gotas de comprensión a todas las cosas de este mundo conocido, inclusive a la muerte, de tal modo, que morirse es aquella realidad necesaria que obliga a caer en un profundo sueño para levantarse en otro diferente. (Sueño por el que todos los días me levanté con el afán de conquistarlo). Así es como yo he empezado a querer la muerte, sí, mi muerte, para realizar el sueño de vivir la vida, de tal modo que la muerte me encuentre siempre en los campos de la felicidad. Ella es para mí la sorpresa querida, no sólo la herencia impuesta; y, cuando finalmente se imponga será como la esposa amada a quien finalmente se le entrega toda la vida para que haga del amor el regalo más deseado.

Nota de duelo: Debes leer estas líneas bajo los conceptos implícitos de “la apertura a los cambios”, el concepto del “sentido de la vida”, “la realización de los sueños”, “perseverancia en las cosas queridas”, desde luego desde “el amor a ti mismo y el amor al prójimo” (como a ti mismo).

Por:  Fr. Gvillermo Delgado.
Foto: jgda (Castilla, España).
sábado, 7 de enero de 2017

El Pensamiento Honesto

El comportamiento como simple justificación racional puede atentar contra aquello que pretende defender. Si lo racional desoye la voz de la conciencia, lo racional hace de «la libertad» una perversión del pensamiento.

Y si la conciencia no acepta el acervo de la razón, puede constituirse en una simple manipulación sentimental que enajena a la persona en su libertad.

La razón o la conciencia en sí misma movilizada por cualquier tipo de «autoridad», ya sea religiosa, política o económica, con propósitos interesados y egoístas, alienan a la persona; disponen al ser humano a la irresponsabilidad, habilitándolo para acciones crueles (como fueron los soldados nazis, cono son los miembros de las sectas religiosas, o los consumidores empedernidos de estos días).

Comprender tal realidad nos hace “menos hipócritas” y “más honestos”. Sobre todo si adherimos ambas realidades, elevándolas a la altura del espíritu.

El pensamiento honesto, iluminado por la conciencia, es lo que define a la persona espiritual.

En este punto ganamos todos. Pues nos obligamos a callar ante la posibilidad de enjuiciar la conducta de otros.

Un punto más favorable es que nos ahorra a “los predicadores ambulantes” (esos que con cinismo hablan en nombre de “su dios”, sosteniendo discursos que ni ellos mismos creen, porque saben, según su propia razón, que es imposible vivir eso que anuncian); en el mismo orden se ubican los políticos y otros tantos que habitan la ciudad para sacar provecho de los recursos ajenos y de las personas. Pasan por encima de las necesidades elementales de los ciudadanos, y convierten «la plaza del intercambio mutuo» en un «mercado de necesidad ilimitadas».

Vivir lo que predican, cumplir lo que prometen, saciar la necesidad que dicen resolver, eso, todo eso, sería denunciarse así mismo, porque saben que sus palabras en gran parte se fundamentan en argumentos falsos. En un supuesto que eso pasara, entonces, los predicadores, los políticos y el comerciante no tendrían más alternativa que callar.

Con razón, la sabiduría de los maestros iluminados es extraída del silencio, la meditación, el estudio y la oración. Ellos dirán que la palabra es lo último que se dice.

El escrito sagrado de la carta a los Gálatas, expresa: «al llegar la plenitud de los tiempos nos envió a su propio hijo» (4, 4), de otra manera, se manifestó en su Palabra. Con razón, dice en otro pasaje, que: «el verbo se hizo hombre y acampo entre nosotros» (Jn 1, 14). 

Esa es la honestidad: La voz en el silencio de los siglos, que al hacerse visible en la historia, manifiesta la verdad de Dios y la verdad de lo humano.

La persona honesta es «visibilizada en el mundo», sólo después que se ha abandonado en el silencio y convertido en lo que cree, como fruto de su reflexión. La reflexión no es un amasijo de «razones puras», ni de la «pura conciencia», sino de la liberación del espíritu que parte de ambas realidades (lo racional y la recta conciencia). 

Por: Guillermo Delgado OP
Foto: jgda (María Magdalena penitente. Museo de escultura, Valladolid).

jueves, 1 de diciembre de 2016

Lo santo y lo demoníaco

El encanto de la princesa está en que ella expresa la belleza de todos. Pero cuando «todos» dan cuenta que la princesa sólo vela por sus intereses, entonces los demás empiezan a sentirse no-representados, y lo que queda de la princesa son gestos vacíos y acciones mezquinas que rallan en lo espantoso. Lo mismo pasa entre el rey y el tirano. Una misma persona puede transmutar de soberano a dictador. El límite entre uno y otro depende de una membrana delgadísima, casi invisible, que eleva al estrado de lo santo o hunde en el limbo de lo diabólico.

La manera de diferenciar a un santo de un demonio es fácil. El santo obra de tal modo que todo lo que dice y hace, lo hace bello, y esa “belleza perdura en el tiempo” (Aristóteles) porque afecta a las generaciones presentes y venideras. Pues al buscar lo eterno deja huellas aún en las pequeñas cosas que hace, porque las inunda del significado de lo bello, señalando las realidades infinitas. Sin embargo, lo demoníaco es lo efímero, inútil y aparente; por más que persista en hacerse notar en lo bello, recae en lo feo, ridículo y apestoso.

Lo demoníaco se parece a la flor de medio día que fenece al atardecer. Mientras que lo bello, lo santo, es como el árbol plantado junto a las corrientes de agua que da frutos a su tiempo (Sal 1). 

Por: Guillermo Delgado OP
Foto: jgda  (Quema del diablo, Santa María Cahabón).
sábado, 26 de noviembre de 2016

La Libertad

La liberad depende directamente de la aceptación y observancia cuidadosa de los principios normativos que por naturaleza rigen a la persona y a su entorno social. De cómo se aceptan y se cumplen tales pautas depende el tipo de libertad de cada individuo.
Por: Guillermo Delgado OP
Fotos: jgda

El Adviento

El Adviento es el período de cuatro semanas antes de la Navidad. Este tiempo nos prepara interiormente para la llegada de Nuestro Señor Jesucristo. Los cristianos esperamos ansiosos la manifestación definitiva del Señor. Él mismo nos dijo: Mira, vengo pronto (Ap 22, 7). Los cristianos decimos: ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 22). Este es el significado fundamental de estos días.

La palabra Adviento significa «llegada» y claramente indica la actitud de vigilia y preparación de los cristianos. Nos dice el Apóstol San Pablo: 
Ustedes mismos saben perfectamente que el Día del Señor ha de venir como un ladrón en la noche. Pero ustedes hermanos no vivan en la oscuridad, para que ese día no los sorprenda como ladrón, pues ustedes son hijos de la luz e hijos del día (1 Tes 5, 2. 4-5).
El Adviento marca el inicio del año litúrgico como el tiempo de Dios, cuando Él se hace presente en la vida de la comunidad con el único propósito de darnos la salvación.

Aunque Dios ya se ha manifestado plenamente entre nosotros, aguardamos su venida final. Con ese motivo los cristianos celebrábamos el Nacimiento del Niño Jesús. Ese acontecimiento lo esperamos con un tiempo de preparación en cuatro semanas previas a la Navidad, que se convierten en un periodo de reflexión y de perdón.

El Adviento como tiempo de meditación y penitencia nos ayuda a tomar conciencia de la «calidad de vida» que tenemos. Como quien dice: «vivo de esta o de esta otra manera, pero no me sirve para ser feliz. Debo cambiar el rumbo de mi vida». Este tiempo de Dios es la oportunidad para renovar la vida presente delante de quienes amamos y delante de Dios. Es volver a nacer a partir de una vida reconciliada.

Es verdad que Dios está por manifestarse plenamente en el tiempo futuro. Pero la mejor y más grande noticia es que se está mostrando siempre, porque Dios camina con nosotros. De lo que se trata en este tiempo de Adviento es de darle el lugar a Dios para que nuestros hogares sientan su presencia.

Por tanto, el Adviento es el «chance» que Dios nos da para «reiniciarnos». Por eso hablamos en primera persona, en estos términos:
Adviento es renovarme con las mimas alegrías con que empecé el proyecto que ahora hago realidad en la familia. Es renovar los propósitos de mi vida. Es retomar mis sueños con nuevas fuerzas, porque muchas de las cosas que fueron importantes ahora ya no lo son. Es el tiempo de renovarme personalmente para presentarme dignamente delante de la comunidad de quién soy parte, y permanecer listo para cuando el Señor me llame a su presencia".
Por: Gvillermo Delgado OP
Fotos: jgda (Antiguo convento del Monasterio de la Santa Espina, Castilla).
viernes, 18 de noviembre de 2016

El Valor del Tiempo


 Si el final de un año es a la vez el inicio de otro, quiere decir que el tiempo es cíclico como el de las estaciones determinadas por las fuerzas de atracción del sol y la luna. El tiempo se mide por la influencia de las relaciones profundas de las personas entre sí (en la amistad), con la naturaleza (en la cultura) y con Dios (en la religión). Lo demás se encuadra en lo que llamamos historia y en la eternidad, pero ni de uno ni de otro tenemos control ni pleno conocimiento. Lo esencial acontece en el aquí y ahora mismo, gracias a la amistad (el amor), la cultura (el mundo y la naturaleza) y la religión (Dios).



Con el cierre de un ciclo de tiempo, las personas perciben los límites de la existencia, y el tiempo se considera a la luz de la vida. En una mirada retrospectiva en el tiempo se valoran las personas que han conformado tu círculo afectivo inmediato, algunos de los cuales ya no están, ya sea porque “fueron llamados a la casa del Padre” o porque rompieron el cerco de las relaciones afectivas inmediatas; mientras que otras se han unido al clan familiar y de las amistades.



Pensar en tales realidades desde el propio “yo soy” (un tanto lejos de la heteronomía mundana) ayuda a valorar la vida como materialización de los sueños, a considerar “tu derecho de piso en este planeta”, y a considerar las propias capacidades que permitan sostener la calidad de vida que crees tener, de las cuales dependes.



Sin embargo “el yo soy” no es suficiente para asegurar esa calidad de vida; necesitas los límites que definen a las libertades (más allá del “yo soy”), también necesitas  de las determinaciones misteriosas (de esas fuerzas fascinantes que dan razones a las impotencias de los límites). Así pues, la calidad de vida está sumergida en las aguas profundas de las relaciones temporales cimentadas en las razones que enfocan  la mirada en lo que llamamos futuro.



La vida se abre y cierra imaginalmente en ciclos que cada vez más se elevan hacia un sueño que jamás logras esclarecer (¿el futuro?), pero que no cesas de buscar con ilusión. Es un punto de plenitud que en cierto modo define la felicidad, al que quieres despertar de una vez para siempre en el mundo de las relaciones preferidas.



Cuando un niño despierta a los años juveniles, el mundo se le presenta como una gran quimera por conquistar, donde el tiempo se figura en una pompa de jabón que se escapa mientras se diluye; pero cuando el mundo de la juventud empieza a escaparse realmente, el tiempo se siente como la fuerza imponente de los años, que deja una huella indeleble de desazón disgustante en el alma como señal de que el tiempo se ha ido para siempre. En esos estados del alma, el tiempo aparece como la gran membrana que recubre la vida que te sostiene a pesar de lo perdido. Entonces, la memoria se ancla en los recuerdos de la infancia como resistencia inconsciente para no dar paso de modo pacífico a los años benditos de la senectud.


Como ventanas que airean tu alma, si mañana por la mañana abres un ciclo nuevo de vida, por las razones que sean, no te olvides nunca que ese es el inicio de la realización de un sueño eterno, tampoco olvides que no estás determinado por las fuerzas gravitacionales del sol o de la luna solamente, sino que dependes de tus relaciones fundamentales. 


Finalmente, está prohibido olvidar que la fuerza determinante del tiempo sólo puede ser y estar en el amor, en el que todos somos uno (Jn 17)∎


Por: Gvillermo Delgado OP
Fotos: jgda



jueves, 17 de noviembre de 2016

Ser como Niños

Para ser buen ciudadano (como quien vive en la ciudad) no basta con comprender la realidad de la vida y las cosas, a no ser que eso fuera suficiente para no ser determinado por las circunstancias insignificantes. La comprensión de la realidad exige, a quien conoce, acoplarse de tal modo que el intelecto y realidad sean como el equilibrio y la dirección de los dos pies. En cierto modo, ese debiera ser el «acontecer del espíritu humano» que se mueve hacia una dirección de sentido (como respuesta a la pregunta de por qué y para qué vivo la vida en sociedad).

Cuando el conocimiento racional (en tanto comprensión de la realidad) se topa con el muro de lo absurdo (la no-comprensión de la realidad) ocurre un descenso del sentido de la convivencia y la persona cae en el abismo de las aguas turbias de la frustración, que le obligan sin control a que el cerebro reptil (MacLean, 1970) haga prevalecer esa parte oscura de «la irracionalidad del alma» (Aristóteles). Entonces emergen distintos grados de violencia, por ejemplo, visceralmente justificados.

En ese momento el Homo Sapiens (o el hombre sabio) se diluye en la penumbra de la confusión, y lo que tenemos delante (o lo que queda del Sabio) es al “Orco”, o a “la Arpía mítica" que irrumpe de las aguas turbias del sinsentido. Ese “resto humano” en estado de locura se parece al hombre impaciente y desesperado de la ciudad en "la hora pico del tráfico". Se parece, también, a los demonios que se esconden detrás de las higueras tramando juegos perversos, o a la anciana malvada que se acuesta meditando el crimen. Son los duendes neuróticos que perdieron su mente en las noches de tabernas, mientras atendían los cantos de las sirenas y acariciaban lentamente su alma seducida. ¿Qué pasó con la inocencia del hombre sabio en estado de amistad?

Ahora bien, ¿Qué les parece si hacemos «flashback» sobre la propia vida (metidos en el pantaloncito de tirantes o en los zapatos rosados de princesita) y atendemos la voz del Maestro cuando dijo: «de quienes son como niños es el Reino de los cielos»? Sabiendo que «esos locos bajitos» (como dice JM Serrat) caminan frecuentemente con los pies de la razón y de la realidad.

Más allá del margen de la ingenuidad, con la que en la edad pueril se patea una pelota o se sueña con la edad adulta, el buen ciudadano debiera ser como un niño. 

Por: Gvillermo Delgado OP
Foto: jgda
jueves, 10 de noviembre de 2016

LA HIPOCRESÍA RELIGIOSA


El amor es tan grande como Dios quien es su fuente. Por eso sólo en el amor se encuentran las salidas a los problemas, por graves que éstos sean. Eso sí, cuando una persona se cierra a la posibilidad de encarar su condición problematizada no es posible que el amor penetre en la profundidad de su alma. Es por eso que la diferencia entre una persona hipócrita cerrada en sí misma y una pecadora que acepta su pecado es marcadamente significativa.
Quiero decir que la aceptación del propio pecado como ruptura al amor, abre las puertas al restablecimiento de la belleza divina, porque el pecado, como ausencia y lejanía del bien y del amor, siempre deja posibilidades de restablecimiento de aquello que se lesionó intencionalmente. No pasa lo mismo con aquellas personas cerradas en sí mismas por su hipocresía, porque la hipocresía incrustada en el corazón hace miserable a la persona y produce barreras infranqueables al verdadero amor.
Con razón Jesús desenmascara las aparentes prácticas religiosas, porque lo aparente, engañoso o falso no permite establecer una relación profunda entre Dios y las personas, ni entre las mismas personas. Cuando Jesús denuncia y desenmascara lo aparente o engañoso, lo hace con el fin de decirnos lo injustas que pueden ser las prácticas religiosas debido a la perversión del alma de las personas.
Lo más terrible de una conducta engañosa es que aunque apunte a los grandes valores siempre se topará con su propia contradicción. De momento nos basta con que recordemos aquellos eventos en que Jesús denuncia la hipocresía de los escribas y fariseos (San Lucas, 11, 37-54; 12, 1-17).
Eso quiere decir que una religión cuyos guías son señalados de conducta engañosa es hipócrita, idolátrica y perversa, simplemente porque hace imposible que el amor se manifieste en su pureza y gracia.
Ninguna religión es inmoral, aunque algunas veces pueden serlo si los guías y sus principios doctrinales se orientan por intereses mezquinos y no promueven al Dios verdadero.
En cambio en aquel medio social-religioso donde hay personas que no llevan el atuendo religioso ni participan de los ritos tradicionales, pero se muestran tal cual en su proceder, aunque se hayan declarado abiertamente pecadoras, en ellas se muestra el amor de Dios, no porque sean buenas, sino porque son auténticas. La autenticidad muestra lo mejor de la persona, porque encara lo peor de la persona. Por tanto, mientras la hipocresía no se abra a este misterio amoroso está condenada al bochorno de su misma falsedad.

Por: Fr. Gvillermo Delgado OP
Foto: jgda


miércoles, 12 de octubre de 2016