El encanto de la princesa está en
que ella expresa la belleza de todos. Pero cuando «todos» dan cuenta que la
princesa sólo vela por sus intereses, entonces los demás empiezan a sentirse
no-representados, y lo que queda de la princesa son gestos vacíos y acciones
mezquinas que rallan en lo espantoso. Lo mismo pasa entre el rey y el tirano. Una
misma persona puede transmutar de soberano a dictador. El límite entre uno y
otro depende de una membrana delgadísima, casi invisible, que eleva al estrado
de lo santo o hunde en el limbo de lo diabólico.
La manera de diferenciar a un santo de un demonio es fácil. El santo obra de tal modo que todo lo que dice y hace, lo hace bello, y esa “belleza perdura en el tiempo” (Aristóteles) porque afecta a las generaciones presentes y venideras. Pues al buscar lo eterno deja huellas aún en las pequeñas cosas que hace, porque las inunda del significado de lo bello, señalando las realidades infinitas. Sin embargo, lo demoníaco es lo efímero, inútil y aparente; por más que persista en hacerse notar en lo bello, recae en lo feo, ridículo y apestoso.
Lo demoníaco se parece a la flor de medio día que fenece al atardecer. Mientras que lo bello, lo santo, es como el árbol plantado junto a las corrientes de agua que da frutos a su tiempo (Sal 1).
Por: Guillermo Delgado OP
Foto: jgda (Quema del diablo, Santa María Cahabón).
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