Si el final
de un año es a la vez el inicio de otro, quiere decir que el tiempo es cíclico
como el de las estaciones determinadas por las fuerzas de atracción del sol y
la luna. El tiempo se mide por la influencia de las relaciones
profundas de las personas entre sí (en la amistad), con la naturaleza (en la cultura)
y con Dios (en la religión). Lo demás se encuadra en lo que llamamos historia y en la eternidad, pero ni de uno ni de otro tenemos control ni pleno conocimiento.
Lo esencial acontece en el aquí y ahora mismo, gracias a la amistad (el amor),
la cultura (el mundo y la naturaleza) y la religión (Dios).
Con el cierre
de un ciclo de tiempo, las personas perciben los límites de la existencia, y el
tiempo se considera a la luz de la vida. En una mirada retrospectiva en el tiempo se valoran
las personas que han conformado tu círculo afectivo inmediato, algunos de los
cuales ya no están, ya sea porque “fueron llamados a la casa del Padre” o porque
rompieron el cerco de las relaciones afectivas inmediatas; mientras que otras
se han unido al clan familiar y de las amistades.
Pensar en
tales realidades desde el propio “yo soy” (un tanto lejos de la heteronomía
mundana) ayuda a valorar la vida como materialización de los sueños, a
considerar “tu derecho de piso en este planeta”, y a considerar las propias capacidades
que permitan sostener la calidad de vida que crees tener, de las cuales dependes.
Sin embargo “el
yo soy” no es suficiente para asegurar esa calidad de vida; necesitas los
límites que definen a las libertades (más allá del “yo soy”), también necesitas de las determinaciones misteriosas (de esas fuerzas fascinantes que dan razones
a las impotencias de los límites). Así pues, la calidad de vida está sumergida
en las aguas profundas de las relaciones temporales cimentadas en las razones que enfocan la mirada en lo que llamamos futuro.
La vida se
abre y cierra imaginalmente en ciclos que cada vez más se elevan hacia un sueño
que jamás logras esclarecer (¿el futuro?), pero que no cesas de buscar con
ilusión. Es un punto de plenitud que en cierto modo define la felicidad, al que
quieres despertar de una vez para siempre en el mundo de las relaciones
preferidas.
Cuando un niño
despierta a los años juveniles, el mundo se le presenta como una gran quimera
por conquistar, donde el tiempo se figura en una pompa de jabón que se escapa
mientras se diluye; pero cuando el mundo de la juventud empieza a escaparse realmente, el
tiempo se siente como la fuerza imponente de los años, que deja una huella indeleble de desazón disgustante en el alma como señal de que el tiempo se ha ido para siempre. En esos estados del alma, el
tiempo aparece como la gran membrana que recubre la vida que te sostiene a
pesar de lo perdido. Entonces, la memoria se ancla en los recuerdos de la
infancia como resistencia inconsciente para no dar paso de modo pacífico a los
años benditos de la senectud.
Como ventanas
que airean tu alma, si mañana por la mañana abres un ciclo nuevo de vida, por las razones que sean, no te
olvides nunca que ese es el inicio de la realización de un sueño eterno, tampoco
olvides que no estás determinado por las fuerzas gravitacionales del sol o de
la luna solamente, sino que dependes de tus relaciones fundamentales.
Finalmente,
está prohibido olvidar que la fuerza determinante del tiempo sólo puede ser y
estar en el amor, en el que todos somos uno (Jn 17)∎
Por: Gvillermo Delgado OP
Fotos: jgda
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