CAMINO A EMAÚS Hechos y Palabras domingo, 11 de junio de 2023 Sin Comentarios

 



 
La Cruz no siempre deja oír la voz de Dios,

 pareciera que su voz también se apaga.


 

Por Gvillermo Delgado

Homilía del domingo 23 de abril del 2023.

Transcripción literal de Lorena Natareno.

 

El paso de los días felices

 

Si conocen San Salvador, sobre la ruta al oriente del país, está san Martin. Cuyo Patrón es San Martín de Tours. Su fiesta es el once de noviembre.  Un poco a la periferia está una aldea llamada Corinto o El Sauce. En la ribera del lago Ilopango. Pues ahí nací yo. En la ribera del lago Ilopango.

 

Un niño que nace en esos ambientes aprende rápido a pescar, a nadar, a perseguir mariposas. A jugar en estos ambientes. Pero esa vida infantil se termina pronto. Esa fue mi primea infancia.

 

Más o menos de ocho años dejé la aldea. Conservo aún en mi cabeza y en mi corazón aquellos recuerdos bonitos de infancia.

 

En esta aldea celebrábamos al Santo Niño de Atocha, los días del ocho al diez de febrero. De niño: ¿qué es lo que uno espera cada año?   ¡Las fiestas!  ¡Los cumpleaños! En mi caso, no me acostumbraron a celebrar el cumpleaños, pero sí las fiestas de los Santos. ¡Ya viene la fiesta de San Martín de Tours!, decíamos. Era evocar los juegos mecánicos, los dulces, las bombas y las despiertas.  ¡Ya viene la fiesta del Niño de Atocha! Pues bueno, las Cofradías y todos los juegos de luces que hacían en el lago, eran eventos especiales que se quedaron en la mente.

 

Como los tiempos felices que uno siempre recuerda: terminaron muy rápidos. Vino la guerra y fuimos expulsados del pueblo. Yo terminé mi infancia, mi niñez, en otro pueblo que se llama Quezaltepeque. Al otro lado del volcán de San Salvador. Siempre a la periferia de San Salvador.  Ahí continué mis estudios y crecí haciéndome hombre.

 

Nunca volvimos a ser los mismos. Donde fuéramos llevábamos una tristeza profunda, porque fuimos desarraigados del pueblo.

 

En el Salvador a aquellos que dejamos el lugar de origen para ir a otro lugar se nos llamó “desplazados de guerra”.

 

Dejar el lago fue triste. Ahí éramos felices.  Dejamos la casa. Dejamos nuestro pueblo. Dejamos para siempre la fiesta del Niño de Atocha con los Santos. Aunque, también los santos fueron despojados de los templos. San Martín siguió ahí, pero de bajo perfil.

 

Al recordar nuestra infancia hablamos de aquellos años. No dejamos de hablar de los momentos bonitos, cómo se oscureció y como la nostalgia nos deja siempre con un halo de tristeza.  Nunca volvieron aquellos tiempos y lugares, ¡nunca! Nunca volvimos a celebrar la fiesta del Santo Niño de Atocha ni la fiesta de San Martín.  Muchas personas de la comunidad no las volvimos a ver porque fueron asesinadas. Otros no volvieron a reunirse en la comunidad de los creyentes donde de niños celebrábamos. Quizá en otro momento nos encontremos.

 

Oscuridad en el corazón

 

Nos ha pasado que al reencontrarnos con algunos de la antigua aldea ya no nos reconocemos en el camino y fervor de la antigua comunidad. Algunos se congregan en iglesias evangélicas. Ya no es posible volver a contar aquello. Las experiencias ahora son diferentes, algunos no quieren saber nada más de la comunidad, aunque sí de Dios.  Al parecer una oscuridad nubló sus corazones.

 

En Quezaltepeque, el nuevo lugar donde nos vinimos a vivir, éramos totalmente desconocidos. No conocíamos a niños de nuestras edades. No conocíamos a los vecinos. Éramos los sospechosos del vecindario. Así es como comenzamos una nueva experiencia de fe. Un nuevo Patrón comenzó a guiar nuestras vidas: San José. Él fue el nuevo Patrón que nos adoptó.

 

¿Qué hay cuando somos desarraigados? ¿En qué nos convertimos?  Cuando migramos de nuestras casas hacia otros lugares ¿En qué nos convertimos?  ¿Cómo dejamos que lo que vibra internamente en nuestros corazones con alegría se convierta en otro tipo de vibraciones, quizás negativas?

 

Vamos adoptando nuevos estilos de vida. A veces nos convertimos en personas coléricas, entristecidas, que nunca más vuelven a recobrar la alegría. Nos convertimos en personas que en la frustración decimos: “somos inútiles, estamos condenados a este estilo de vida”. Y nunca más nos recuperamos. Otros, de estas experiencias sacamos provecho, innovamos el pensamiento y el corazón.

 


Discípulos desarraigados

 

Los discípulos de Emaús, como nosotros, también quedaron desarraigados de la comunidad- creyente, de sus amigos los discípulos. Van de regreso decepcionados y entristecidos. Como nos ha ocurrido a muchos. Algunos afirman: ¡Ya lo sé todo! ¡Ya nadie tiene que explicarme nada! Mis razones son suficientes para vivir mi vida. Entonces se hace válida la pregunta: ¿Qué hay con las intuiciones y las verdades de tu corazón? ¿Por qué nos encontramos a tantos hermanos que en otros momentos se congregaron o que vinieron a bautizarse a nuestros Templos bajo la misma fe, la misma devoción, celebraban con nosotros las fiestas patronales y ahora los encontramos por el camino como no creyentes? Van protestando por la vida: ¡Yo creo en Dios, pero no en la Iglesia!  ¡Yo creo en Dios, pero no en los Sacramentos!   Unos entran a nuestros templos esporádicamente y al parecer no creen en nada. ¿Cómo entonces, queridos hermanos, podemos transmitirles nuestras experiencias profundas de fe?

 

La intuición de la fe

 

Con el tiempo escuché decir a mi mamá que en aquellas circunstancias de la oscuridad que nos provocó el desarraigo al dejar nuestras tierras y tener que escondernos en otro municipio; decía: “yo me hincaba pidiéndole al Señor que nos diera mucha paz y que saliéramos de todo esto”. Porque no migramos porque nuestros papás consiguieron un nuevo trabajo, sino por huir. Lo cual significó perderlo todo. No teníamos de qué vivir, ni donde vivir.

 

Yo fui de los niños que cuando terminaban las vacaciones del año escolar, en el mes de octubre trabajábamos junto a nuestros papás. Veía con resignación a los demás compañeros de estudio jugar en las canchas de basquetbol.

 

Otra vez oí decir a mi mamá: “Yo sentía una gran tristeza por todo lo perdido”. Al ir al mercado o al centro del municipio pasábamos cerca de una iglesia evangélica donde aplaudían. En ese contexto, también ella dijo: “Yo sentía que ellos eran más felices que nosotros. Tuve una vez la gran tentación de entrar, cantar y aplaudir con ellos, pero era más fuerte lo que sentía en mi corazón”. De pequeños, lo único que hacíamos era ir a Misa los domingos. “Yo sentía que aquí eran más alegres, pero mi corazón no cedió a eso”, dijo mi madre. Con el paso del tiempo comprendí que lo que le pasó a mi mamá tenía que ver con su intuición de fe: esta era la alegría que prevalecía a pesar de la tristeza.

 

 

Esta es como la alegría de los discípulos de Emaús que todavía prevalece en su corazón. Prevalece como brasa abrazada por las cenizas. Está ahí. Arde, no con el mismo fervor de siempre, porque la muerte, la tristeza ahora es demasiado grande y les envuelve de tal manera que están vencidos.

 

La intuición de mi madre consolidó en todos sus hijos la fe que ahora nos sostiene en lo que somos, porque no nos dejamos vencer por la oscuridad, por la muerte.

 

La chispa de la Resurrección del Señor es la brasa. No arde como quisiéramos, no ilumina los pasos como quisiéramos porque el impacto de la muerte, de la tristeza, y de la persecución son mucho más poderosas.

 

Los malvados tienen mucho más poder sobre nosotros. Pero la fe nos sostiene. Es precisamente aquella que nos devolvió la alegría.  Mas tarde, es verdad. ¿Tuvimos que ser pacientes? Es cierto. ¿Tuvimos que experimentar la pobreza? También. ¿Tuvimos que escondernos? También. Pero triunfó y se impuso la fe sobre nosotros.

 

Esta es la misma fe de los discípulos de Emaús que tuvieron que esconderse porque tenían miedo.  ¿Por qué aun cuando el mismo Señor les explica las Escrituras para ellos no es suficiente? ¿Porque aun cuando Él se sienta a comer con ellos y les ha mostrado las llagas, no sigue siendo suficiente?

 

El triunfo de la Cruz

 

Ellos regresan a su lugar de origen buscando un lugar seguro de refugio. Pero, como solemos decir: “en la confusión no dejes de seguir la intuición de tu corazón”.  Esa que pareciera que ahora está totalmente oscurecida. Y la fe que debiera ser la única respuesta no lo es porque en lugar de darnos una sola respuesta a nuestras preguntas siempre nos abre a más preguntas.

 

Quienes quieren una única pregunta y experiencia como respuesta para guiar sus vidas se equivocan, porque Dios se manifiesta de distintas maneras, y nos habla aún en los momentos de terror.

 

El mismo terror que Él experimentó en la Cruz. La Cruz no siempre deja oír la voz de Dios, pareciera que su voz también se apaga.  Quienes sabemos esperar aún en estas circunstancias lo hacemos con la certeza que Él vence sobre la muerte. Esa es la alegría con la que después logramos despertar a estas nuevas experiencias de vida y de amor en Él, porque creemos que ha Resucitado.

 

Ahora aquí en Guatemala, nunca pensé que iba a venir y quedarme tanto tiempo y compartir la fe con ustedes ¡Nunca pensé! Tal vez sólo lo intuí cuando leí el Popol Vuh, en los estudios básicos. Recuerdo que encontraba mucha nostalgia en los relatos. Desde entonces, siempre quise conocer Guatemala.

 

Lo primero que hice al llegar por aquí fue preguntar: ¿Dónde están los lugares descritos en el Popol Vuh?

 

 

También me impresionó a mi llegada a Verapaz, el saludo de las personas: ¿Ma sa sa’ laa cho’ol? Que es lo mismo: ¿Cómo está tu corazón?  Y uno dice: Ah, ¡qué bonito!... más aún al seguir el diálogo:

 - ¡Mi corazón está bien! ¿Y el tuyo?

 - ¡Bien está mi corazón!  

 

Eso me alegró mucho porque es lo mismo que decir: yo no te hablo a ti, yo le hablo a tu corazón.   ¿Cómo está esa intuición profunda, que te mueve? 

 

Es algo así como sentir que lo que me mueve es ese motorcito interior de los afectos, de la ternura del corazón.  ¿Cómo está tu corazón?  Es un poquito parecido a lo que nos mueve en la fe del Señor: ¿Cómo va tu corazón? ¿Cómo están tus intuiciones de fe?   ¿Puede mucho más la tristeza, los problemas cotidianos que esa verdad que está dentro de tu corazón? 

 

Atender la voz del corazón

 

Posiblemente, queridos hermanos, sintamos que en muchos de nosotros pueden más las tristezas y los problemas, por eso nos quedamos escondidos, dormidos todo el día cuando debiéramos buscar un refugio, un espacio seguro para expresar la fe, para pedir ayuda a Aquel que está dentro de nosotros; pero quizá tú no sabes que él está ahí, que te ayuda a aclararte a lo largo del camino.  O al menos te ayuda a no dejarte vencer por la oscuridad de los problemas y de la tristeza.

 

Los discípulos de Emaús, una vez captaron con su intuición lo que el texto dice que: “Ardía nuestro corazón”, en ese ardor lograron mirar que Aquel forastero, era el Señor.  Esa intuición es precisamente la que los obliga a seguir en búsqueda y les hace volverse para encontrarse de nuevo con los discípulos.

 

Nosotros dejamos de celebrar la fiesta del Santo Niño de Atocha, pero San José nos volvió a recoger en la experiencia de la fe y ahí nos hicimos hombres, ahí nos hicimos profesionales todos los hermanos, a pesar de nuestras calamidades, a pesar de que la guerra nos tenía intimidados.

 

¡Así es!  Y esta es la experiencia de todos, queridos hermanos. Quizás la mía suene medio trágica y hasta inverosímil.  Otros tienen experiencias distintas; quizás mucho más trágicas, mucho más feas que esta.

 

El amor que se impone

 

La muerte no puede contra aquellos que creemos. El Amor se impone. No como a veces quisiéramos. No como lo imaginamos, sino como Dios lo imagina, como Dios lo supone para cada uno de nosotros. Y nos traza de tal manera la dirección de nuestro destino, que es él mismo a quien vamos encontrando  poco a poco juntos con los demás hermanos. Solo con el tiempo nos volvemos a reunir y nuestros ojos se van abriendo. 

 

Yo siempre simbolicé a mis papás con la gallina que cuida a sus pollitos para que no sean atrapados por el águila. Los pollitos dispersos acuden debajo de las alas de la gallina para protegerse y evitar ser atrapados. Así fueron mis padres, nos sobreprotegieron. Como el mismo Señor que nos protege en la adversidad. ¡Y a veces no nos damos cuenta de eso! porque nos sentimos tan seguros.

 

Que la Luz de lo Alto, la alegría de la Resurrección, queridos hermanos, sea precisamente aquella que, si aún no está plenificada totalmente en nosotros, le dejemos para que bajo la intuición profunda de la fe siga guiando nuestras vidas y alumbre nuestras oscuridades en la dirección de nuestra meta, nuestro destino. Esa oscuridad que Él mismo experimentó en la persecución, en la muerte y nubló el corazón y la mirada de aquellos que estaban reunidos con Él.  Pero no pudo la oscuridad ni la muerte. La fe es mucho más poderosa y el amor la expresión de esa fe que nos tiene reunidos a nosotros. Es la fuerza con la que venceremos siempre.

 

Si Cristo venció desde la muerte nosotros en Cristo también venceremos, porque Él es nuestra resurrección, Él es nuestro Salvador. ¡Que así sea!

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