Es frecuente despertarme con
preguntas sin respuesta que papalotean en mi mente en buena parte del día,
mientras rebusco respuestas entre mis cajones que sopeso en la suavidad del
alma tumultuosa.
Confieso que mis preguntas
desatan otras tantas, que traigo desde que fui un pequeño niño. No olvido la
primera vez que me anclé en mi barquito de papel consintiendo la incesante
inquietud de la complementariedad humana.
A veces he encontrado sosiego a
mis asuntos abismales; ha sido al comprender, por fin, que sólo me doy a
conocer a las otras personas en la medida que “intento” escudriñar los
“misterios escondidos” que están dentro de mí, y que, por alguna extraña razón,
deben estar, también, afuera.
Esa exterioridad es mi alma expandida
por las palabras y las manos. Es frecuente que sean las personas (“una persona”
o “pocas personas”) quienes muestren esos secretos extraños, porque estoy
convencido que es el diálogo la expresión sensible de las manos y las palabras
la prolongación exterior de mi propia alma.
Con razón las palabras tienen
poder de apagar mis inquietudes más intensas que, hundidas en el silencio,
pueden, en algunos casos, arrinconarme en la soledad vacía de sentidos; y, a la
vez desarrollar procesos interiores de autoconocimiento.
Sin embargo, no todo está
aprendido para siempre. Todo puede ser dicho, pero no asimilado. Así es como
justifico, que a veces niego aquello que antes afirmé con vehemencia. Esa aparente
contradicción sólo es razonable al subir los peldaños de la escalera de mis
búsquedas, o cuando desciendo al abismo de mis propios anhelos.
¿Cómo explicar estas verdades?
La palabra al conjugarse con otra
palabra da origen al amor, por eso, revela mi propio yo, que una vez creado se
va reinventado momento a momento a lo largo de toda la vida, como el río en
dirección al mar.
El Creador es la primera palabra,
quien al pronunciarse origina el amor. Yo, palabra originada, al conjugarme con
otras palabras desvelo aquel gran amor, de donde procedo.
Yo vengo del gran silencio de
Dios, y sólo puedo moverme en la dirección de la fuerza de las palabras. Mis
palabras al ser atendidas por “otra palabra” se transforman en eco de amor que,
regresa a mí para perfeccionarme.
Porque una vez originado el amor empieza
a encarnarse en el alma de un modo progresivo, convirtiéndose en la energía que
mantiene a la existencia humana en un movimiento sin fin.
Del mismo modo que Dios dialoga para
comunicar su misma vida divina, (cuando dice “ustedes son mis amigos” Jn 15,
14-15), así mis palabras, en tanto portadoras del amor, son diálogo que abraza
y se orienta hacia lo que perdura.
No existe cosa más excelsa que la
realidad infinita experimentada en mi débil condición humana presente a través
de las palabras en que fundo toda la existencia sostenida en el amor propio y
ajeno.
No puedo deshacerme de ese
sentimiento arcaico y original que habita en mí, que me mueve, cuya meta sólo
puede ser la casa de “aquel que nos amó primero” (1 Jn 4, 19), él que está en mi
sinuoso camino de la vida como río que desemboca en la profundidad de otras aguas,
y que me coloca, al mismo tiempo, delante de aquello que puedo amar.
Lo excelso, por tanto, consiste,
además, en darme cuenta de que las aguas dulces del río brotan de la misma
fuente divina en las que me experimento evolucionando en el amor, mientras
llego a la meta final.
El río es el amor que hace posible el encuentro y el
diálogo, porque se renueva en cada palmo y se adapta de modo siempre nuevo. El
río soy yo. La fuente y el mar la Palabra eterna. Tú, la otra palabra.
Por: Gvillermo Ðelgado OP
Foto: jgda
Cada meditación de estas me hace reflexionar y reconsiderar lo valiosos que somos, el amor que debemos manifestar, el poder de Dios y lo insignificantes que algunas veces somis...
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