El Silencio de Dios
Cuando callamos, la voz de Dios empieza a ser fuerte y no sólo se oye fuera de nosotros, o a la distancia, sino en lo profundo de nuestras almas.
Guillermo Delgado OP
¿Cómo podemos atrevernos a decir que estamos capacitados para amar si somos incapaces de oír aquellas voces que sólo pueden ser atendidas con el oído del alma?
La capacidad de oír una palabra nos
transforma en lo que esa palabra significa. Porque oír nos da capacidades.
Cuando Dios creo el universo dijo: Hágase la luz; y la luz se hizo (Gn 1, 3-5).
Al parecer, la luz oyó la voz de Dios. Ella que estaba en el puro silencio, se hizo luz. Desde entonces la luz ilumina, y adquirió otras capacidades.
Al parecer, la luz oyó la voz de Dios. Ella que estaba en el puro silencio, se hizo luz. Desde entonces la luz ilumina, y adquirió otras capacidades.
María, la Madre del Señor, recibe la buena
noticia de Dios porque la espera. O sea, tiene la capacidad de esperar. Porque
quien espera como quien persevera alcanza lo que espera. Y es que tarde a temprano
“todo absolutamente todo, llegará a ser o a cumplirse". Sólo no se alcanza aquello
que no existe y que no se espera.
Esperar en el silencio es vaciar el
corazón de todo lo innecesario para darle lugar a las grandes cosas, a lo
realmente necesario e importante.
Es en el silencio donde la palabra eterna
llega y llena todo aquello que requiere de su presencia. Cómo se llenan las
aguas de los mares y las frutas de los sabores más deliciosos.
En el Silencio, Dios nos habla. Oímos y hablamos en él confianza, como lo hacemos con un amigo.
Nosotros estamos acostumbrados a rogar y a
pedir a Dios, aquello que necesitamos. Y, Dios se comporta dando todo lo que
pedimos:
Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama,
se le abrirá. (Mt 7, 7-9).
Mejor si lo hacemos desde el silencio, porque
esperar en el silencio es escuchar. En el silencio se filtran las voces de la
eternidad, porque de allá venimos.
En el silencio fue pronunciado nuestro nombre, por el mismo Dios, antes que nuestros padres se amaran.
En el silencio fue pronunciado nuestro nombre, por el mismo Dios, antes que nuestros padres se amaran.
Eso es el tiempo de Dios, que abre puertas
a todas las direcciones. Santa Teresa que sabía de esas cosas, lo dijo: “la
paciencia todo lo alcanza”.
Hoy tememos al silencio. El silencio no da pánico.
Hemos hecho del silencio un vacío cercano a la muerte, carente de sentido. Para muchos el silencio es nada.
Por eso “procuramos distraernos”. Queremos
saciarnos de nosotros mismos. Nada más. Al parecer, hemos perdido a
Dios.
En la sociedad actual Dios ya no es tan
necesario. Lo que no sabemos es que: Quien pierde a Dios se pierde así mismo.
Jesús gritó:
¿De qué le sirve al hombre conquistar el mundo entero si se pierde su
alma? Y ¿Qué puede hacer para recuperarla? (Mt 16,
26).
Para escuchar a Dios, reconocer su voz,
necesitamos por lo menos una cosa: silencio. Soledad. Callar.
Cuando callamos, la voz de Dios empieza a ser
fuerte y no sólo se oye fuera de nosotros, o a la distancia, sino en lo profundo de nuestras almas. El alma es
el mapa por donde Dios camina, ahí nos encontramos para dialogar con él.
Necesitamos silencio y soledad para volver
a tener la capacidad de amar. “Callar la
boca para que grite el corazón” (San Agustín).
Foto: jgda
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