Consideremos al “Varón de
dolores” del que nos habla el profeta Isaías (Is 52, 13-53,12). Quien tiene semblante
desfigurado. En él se da a conocer lo que nunca podía ser imaginado. Él creció
como raíz en el desierto, despreciado, habituado al sufrimiento; soportó
nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores. Por lo mismo, se convirtió
como quien tiene “parte entre los grandes”. Es nuestro Señor.
Extrañamente nosotros
buscamos ayuda en ese “Varón de dolores” (Hb 4, 14-16; 5,7-9). En su gracia alcanzamos
lo que buscamos. Él aprendió a obedecer padeciendo, y se convirtió en causa de
salvación. ¿A caso no estamos incluidos en su programa de redentor?
Según el evangelista San Juan el día de la pasión del Señor (Jn 18, 1-19, 42), todo
había llegado a su término. El momento culmen es visualizado cuando agotado,
casi vencido, dijo: tengo sed. Le
dieron vinagre. Pero soportó hasta el final, diciendo: todo está cumplido. Luego le vino la muerte y le dieron sepultura.
Movido por el gran amor, llegó al
límite de abandonarse totalmente a la suerte de la muerte, sabiendo que el amor
auténtico nunca enmudece en el “aparente abandono”. El verdadero amor se
caracteriza por ser confiado y radical, hace esperar aunque soporte la entera
soledad y se sumerja en la noche oscura de la tristeza. O, simplemente, aquello
no es amor. El gran amor se abandona y por lo mismo se perfecciona en esa
entrega confiada. La pasión del Señor es la muestra más grande de cómo vivir el
amor apasionadamente.
Por: fr. Guillermo D.
Foto: jgda
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