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La generación perdida




La generación perdida

Como quien se coloca al borde de un puente inmenso a medio camino, así me siento al final de una década que inevitablemente da lugar al comienzo de otra.
Al percatarme de los años vividos, no puedo más que sumar: comenzando por los 16 de conducir automóviles, los 20 de ministerio al servicio del Pueblo de Dios como fraile dominico; así, la sumatoria se hace infinita. Al punto de suponer que, avanzar en la dirección de un puente no significa llegar victorioso al otro lado.
Soy hijo de aquella generación que parió la época de cambios sociales y tecnológicos, que, por no interpretar debidamente esos cambios se perdió sumergiéndose en una guerra civil prolongada. Más aún de las guerras y escaramuzas que se remontan a los tiempos primordiales, guardados como tesoros en la memoria del corazón.
Si me preguntan de dónde vengo, digo que, del otro lado del Volcán de San Salvador, o del milenario cráter del Ilopango; digo que vengo de la sangre mestiza mutilada en las cenizas del Izalco; porque vengo de un mapa genético dibujado en quienes se defendieron del crimen organizado de las élites, con carabinas de una sola munición. De suyo el ejército salvadoreño asesinó a uno de mis abuelos-antepasados en Chalatenango, al norte de San Salvador, por los años 30, con un disparo en el abdomen al defender las causas campesinas.
Crecí intacto a pesar de tantos disparos. Siempre quise ser un revolucionario, pero nunca tuve la edad. Cada vez que oía las descargas de un fusil me sentía mutilado. Después vinieron las otras guerras, de las que no se si saldré vivo.
Avanzando sobre el puente tendido, confieso que soy un hombre de fe, de esos que creen en la radicalidad del amor. Soy de esos predicadores que insiste en que no hay salvación posible para aquellos que viven solamente para las realidades temporales.
No hay otro modo de llegar victorioso al otro lado del puente, que viviendo para las realidades eternas.

Por: Guillermo Delgado OP
viernes, 6 de diciembre de 2019

Creados por Amor




Creados por amor


Una vez Dios creó al hombre pensó: no-es bueno que esté solo (Gn 2, 18). Entonces le dio una compañera. De tal suerte que Soren Kierkegaard, diga:
Cuando Dios creó a Eva, dejó caer sobre Adán un sueño profundo, pues la mujer es el sueño del hombre. Eva es el sueño. Al despertar, Eva, por primera vez, lo hace al contacto del amor. Antes era sólo sueño. Ahora, el amor sueña con ella y ella sueña con el amor. Por eso, la mujer, existe sólo para los demás.
El cuerpo humano es armónico porque es dual (todo está complementado). Van juntos, los pulmones, los ojos, los ovarios, los pies y los oídos. Todo es completo porque todo depende de lo otro. Lo mismo pasa en la naturaleza. El cielo mira a la tierra y el día a la noche. En las cosas sublimes, también pasa lo mismo, pues, saben hallarse. En tal razón, la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan (Sal 84, 10).

Siempre me ha llamado la atención que el corazón, el estómago y el hígado no sean duales en el cuerpo. Una explicación posible se debe a que el corazón busca su otra parte fuera de él mismo, por eso, la persona ama desde dentro hacia fuera. Del mismo modo, el estómago no busca saciar el hambre sino es en la mesa compartida.

Es necesario existir en el amor, sabiendo que somos para el otro y no sólo para sí mismos. La persona no es para la soledad vacía, sino para la soledad completa. Cuando eso no ocurre, el hígado, como un trueno en la tormenta desata su furor y se complementa, pero no en el amor, sino en el enojo. El enojo es el sueño perdido, es la soledad vacía. Es el vacío existencial, por ser alejamiento en lugar de cercanía.

San Agustín afirmó en sus Confesiones que Dios crea al hombre en su amor para relacionarse con él. De suerte que el hombre sólo existe si se relaciona con Dios.

Quiso Dios no sólo dar al hombre una compañera, sino él mismo ser la compañía de ambos. Quiso, además, que la comida fuera el símbolo de ese encuentro. Puso por lo mismo en lo más hondo y blando del alma el apetito insaciable de la búsqueda. De tal modo que en la comida y en el amor se abran las puertas hacia lo infinito y eterno.

Al mismo tiempo, Dios dejó en el corazón una huella de soledad para que lo busquemos a él. Y buscándole amemos a los demás. De ahí, que: Nosotros sólo amamos en la hora bendita en que buscamos.

En la búsqueda encontramos a Dios hallando a otro. Cuando referimos nuestros sentimientos como Adán con Eva, decimos: No hay otro modo de amar que, amando, aunque no seas tú a quien yo realmente buscaba.

Buscando, despertamos como Eva del sueño, al escuchar los susurros del amor, no de Adán, sino de quien la había creado y llamado del sueño profundo y eterno para relacionarse con ella.

Por: Gvillermo Delgado-Acosta OP
Foto: jgda
miércoles, 27 de noviembre de 2019

El Cuerpo es un Símbolo


El Cuerpo es un Símbolo


Por: Gvillermo Ðelgado OP
Foto: jgda

El cuerpo es el símbolo de la persona humana. El valor del símbolo está en lo que representa hacia afuera y lo que es realmente hacia adentro.


Hacia fuera el cuerpo es lo que está a los ojos. Permite que con facilidad deduzcamos a quien vemos. Casi nunca nos equivocamos en la opinión que damos en lo que vemos. Biológicamente hay características definidas que describen al hombre o a la mujer, al niño o al anciano, al débil o al fuerte. Además, por el cuerpo, también, nos aproximamos al estado interior en que la persona se encuentra. El cuerpo habla mucho de la persona, sin que ella diga una sola palabra. Basta con verla, a veces, sólo con sentir su presencia es suficiente para saber delante de quien estamos.


Hacia adentro el cuerpo es lo que no está a los ojos, pero nos permite intuir que es lo que hay. Lo que está dentro se hace visible en la exterioridad. La alegría, la tristeza, y el dolor son estados interiores que al manifestarse hacia fuera en el cuerpo lo dicen todo. Sin esconder nada. El cuerpo no sabe de secretos. Nada pasa por dentro que no lo sepamos por fuera.


El cuerpo se cuida desde dentro. Lo que decides o haces, todo viene de dentro. La salud es integral y duradera cuando se provee desde dentro. Cuando por fuera quieres alentar lo que va por dentro, a veces llegas demasiado tarde. Y nada se puede hacer. Lo mejor es cuidar el cuerpo desde dentro. Para eso es conveniente pensar acerca de aquello llevarás hacia a dentro a través de lo que comes, de lo que oyes, de lo que miras, de lo que tocas de lo que hueles…


La vida interior debe ser cuidada con buena alimentación, buenos ambientes físicos libres de contaminación. La vida interior se cuida con espacios prolongados de silencios y soledad; con la preferencia de buenas relaciones humanas. Es aconsejable, alejarse estratégicamente de las personas ruidosas y enajenadas. También, es necesario meditar, leer, ir a la montaña, recibir el sol de la mañana y de la tarde, ver el esplender de los cielos estrellados y la luna en plenilunio, montar a la bicicleta, nadar en ríos de aguas frías, dormir plácidamente, corregir los errores, pedir y dar perdón, deshacerte de cosas que no necesitas o tienes de más, mirarte al espejo y amarte.


La salud mental, física y espiritual es sostenida por un manantial profundo que va por dentro. En tal razón la belleza exterior, la felicidad exterior, la sonrisa, el semblante y todo lo que vemos en el cuerpo es sólo expresión de lo que abunda o no abunda en ti.
domingo, 17 de noviembre de 2019

La Fe


La Fe

Todas las personas tendemos a la búsqueda de cosas mayores, digamos, como ejemplo, la felicidad. Nos pasamos la vida añorando ser felices y luchando por ello. Sin embargo, nos despedidos de este mundo sin un día haberla alcanzado, al menos en el modo que la imaginamos.

Guillermo Delgado OP

El problema de no alcanzar la felicidad está en el modo de buscarla. Necesitamos de la fe.

¿Qué es la fe?

La fe al estar en relación con la religión, por tanto, con Dios, nos da certezas. 

Así es como esperamos y alcanzamos grandes cosas. Por la fe nos reconocemos limitados y necesitados. 

De ahí que por la fe buscamos aquello que el alma sabe que requerimos para ser felices.

A la vez, por la fe aprendemos a reconocer que no nos bastamos a nosotros mismos. Necesitamos ser sostenidos por «el otro».

«Necesitar y ser sostenidos» son dos realidades interiores que dan consistencia a la fe, por la cual creamos vínculos profundos «con aquel» que nos asegura lo que buscamos.

Gracias a la fe nos relacionamos con Dios de múltiples formas, porque en la fe establecemos el lenguaje propio para hablar con Él. 

Hablamos a Dios y él nos oye. Él habla y nosotros escuchamos. Así nos entendemos con Dios. Por eso, acostumbramos a afirmar: «hablando nos entendemos bien».

Quiere decir que, para tener fe hay que aceptar la palabra de Dios. Él habla de muchos modos: en las escrituras, en la naturaleza, y principalmente en el corazón humano. Él está en todo, pero hay que oírlo. Nos da «su» palabra. Sólo depende que nosotros la aceptemos y lo oigamos. 

Aceptar «su» palabra, implica entrar en relación con él. Esa es la fe verdadera.

Del mismo modo en que entendemos la fe, puesta en relación con Dios, también entendemos la fe humana.

En la fe humana sostenemos relaciones de confianza. Creemos en las otras personas. Ponemos al descubierto que somos necesitados de ellas y esperamos ser sostenidos por ellas. 

En ese orden de cosas, damos confianza y esperamos la confianza de las otras personas, sin la cual no es posible ninguna relación humana permanente.

Con la fe en Dios, aprendemos a creer en Dios y creerle a Dios. Del mismo modo nos ponemos a prueba con las personas y el mundo.

Con la fe nos relacionamos en confianza total. Por eso, la fe es la vía sublime por la cual nos llega el amor. El amor único de Dios. De donde el amor humano se deriva.

Dios se relaciona con nosotros con un sólo propósito, y este es el de amarnos. Nosotros nos relacionamos entre sí del mismo modo, para amarnos. O sea que, la fe lleva al amor. 

La fe es el alma del amor. Y hace del amor la realidad visible por el cual nosotros creemos.

La tan ansiada felicidad sólo puede ser posible en el amor, en un amor animado por la fe. 

Ese día, el de la felicidad, no puede esperar más... solo hay que empezar con animar al amor con la fe. 


Foto: jgda
domingo, 6 de octubre de 2019

La Verdad es simple



La verdad es simple


Por: Guillermo Delgado OP


Lo esencial de la verdad está en lo simple. Sin embargo, a veces se muestra compleja e inaccesible ¿por qué?

Así, como el cristal transparente deja pasar la luz, del mismo modo la verdad puede ser conocida con la simple mirada. Sólo hay que ponerse del lado de la fuente de la luz.

Mis estudiantes de ética hicieron unos ejercicios de observación. Se fueron a cualquier sitio cotidiano donde la vida transcurre. Unos fueron al mercado, al parque, a la Iglesia, al bus, al supermercado, a la propia casa, y a otros tantos lugares.

¿Qué vieron? Vieron gente caminando, hablando, comprando, vendiendo, corriendo, rezando, comiendo… ¿Cuál fue la novedad de esa observación? Sólo una, y es esta: que la verdad está iluminada en cada persona.

La verdad está ahí en cada persona. La verdad es la historia de las almas y su movimiento. Ella nos mueve: a trabajar, a construir sueños o a morirse antes de tiempo.

Ahora, ¿esto es el último descubrimiento los estudiantes de ética han hecho para la humanidad? Claro que no.

Pero nos visibilizaron la verdad, invisible para muchos.

¿Cómo lo hicieron?: Mirando con la simpleza, como quien mira a través de un cristal. Así entraron en el alma de las personas.

Quiero decir que, los estudiantes, no sólo vieron muchas conductas en las personas. Ellos vieron la verdad. Eso «los hizo sentir en su propia alma», aquello que descubrieron en las personas que observaron. 

Puedo suponer que los estudiantes sintieron libertad, y lo concreta que ella es. Más aún, puedo concluir, después de sus reflexiones personales que:


Lo bello es simple. Nadie  podrá experimentar lo bello, sin la capacidad para entrar en el corazón ajeno, como la luz que atraviesa el cristal.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Cuidar la Vida



Armonía es vivir imitando el orden de la naturaleza


Por:  Gvillermo Delgado OP


Cuidar es “hacerse cargo del otro”; atender aquello que es distinto a mí, de tal modo que, “el otro” no sea mínimamente lastimado y vulnerado. Es parecido a la tensión permanente que une la rama al árbol y al instinto de las aves cuando construyen un nido para sus crías.

  

Igual es el valor de la responsabilidad. Estrictamente la responsabilidad es responder: “hacerse cargo de uno mismo”. O asumir las consecuencias de las propias acciones.

 

 La responsabilidad es una de las características de la persona adulta. Que define, al mismo tiempo, la moralidad y la vida buena y feliz.

 

 La responsabilidad y el cuidado

Aunque es diferente al cuidado, la responsabilidad, ayuda a comprender el cuidado. Pues, en cierto modo, la responsabilidad es ocuparse “del otro”; si no fuera así se reduciría a un antivalor que fomenta el individualismo extremo (por ocuparse sólo de sí mismo).

 

 Hacerse cargo de uno mismo, implica también hacerse cargo de los demás. No existe vida feliz si no está orientada a la vida de las otras personas con quienes convivimos.


Por lo mismo, la responsabilidad y el cuidado son fuente de las normas y demás valores morales. 

  

De tal modo que el amor se asimila al cuidado. Quien ama cuida, quien cuida ama. 

  

Salir de uno mismo

Con el cuidado una persona sale de sí misma. Se desprende de su propio yo. Como rama que se arranca del tronco, como esqueje, para reproducirse en una nueva planta. De tal acción se derivan los valores de la compasión, la solidaridad, la amistad, el altruismo, la armonía, etc. Siendo la vida la membrana que envuelve todo e intuye la vida feliz.

 

 El valor de la armonía

Veamos, por ejemplo, el valor de la armonía. El universo es contemplado en las pequeñas cosas. Una diminuta hormiga recrea el hábitat de un maravilloso universo. Para la hormiga todo el mundo acontece de modo articulado cuando avanza por el camino silencioso. 


De ahí que la armonía es como la danza de la creación. Donde nada se mueve por las propias fuerzas.

 

 La armonía es orden. Es el dedo que señala a la belleza y a las leyes naturales que la rigen. La armonía es la belleza de Dios en la naturaleza. Aristóteles dijo que la belleza tiene formas y estas son el orden, la simetría y la delimitación. En ese sentido, el arte es contemplación de la naturaleza. O trata de imitar la naturaleza a través del orden y la simetría. En pocas palabras, armonía es vivir imitando el orden de la naturaleza. Es el arte de Dios.

 

La virtud cardinal

Quienes vivimos con una clara consciencia de la débil condición humana, descubrimos que el mundo (o la recreación) no nos pertenecen. Y, por tanto, no nos queda más que cuidarlo, como cuidamos la salud del cuerpo. Quien cuida la naturaleza que acontece fuera de su cuerpo, cuida su mismo cuerpo.


“Cuidar” de modo responsable es la virtud cardinal propia de las relaciones humanas; porque embellece al mundo que habitamos y al mismo tiempo nos hace bellos a nosotros mismos.

  

La belleza acontece en el instante de las buenas relaciones humanas, porque hacemos habitable la tierra y nuestro propio cuerpo. Cuando eso pasa, el alma ha encontrado su lugar como el agua la quietud de su pozo. 

 

No hay otro modo de existir sin la referencia “a lo otro” de la naturaleza: todo lo que acontece fuera de mí. Ese es el único modo de cuidarnos a nosotros mismos.

  

Somos naturaleza. Somos belleza

Yo no existo sin "lo otro". Aceptar que el universo en su totalidad puede ser comprendido desde mi propio mundo es hacerme consciente de la responsabilidad de “hacerme cargo” del universo que nace de mi interior, del modo en que lo entiendo.  


Eso es lo pasa en el instante en que “me hago cargo del otro”, (de los demás).

martes, 6 de agosto de 2019

El Deseo de María Magdalena



El Deseo de María Magdalena

«Estaba María Magdalena junto al sepulcro fuera llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.» Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? (San Juan 20, 11- 15).

Guillermo Delgado Acosta OP

Según San Gregorio Magno, lo que hay que considerar en estos hechos es la intensidad del amor que ardía en el corazón de aquella mujer.

Ella buscaba al que no había hallado, lo buscaba llorando y, encendida en el fuego de su amor, ardía en deseos de aquel a quien pensaba que se lo habían llevado.

Ella fue la única en verlo porque se había quedado buscándolo. De ella hemos aprendido que: Lo que da fuerza a las buenas obras es la perseverancia en ellas.

Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?

Se le pregunta la causa de su dolor con la finalidad de aumentar su deseo, ya que, al recordar a quién busca, se enciende con más fuerza el fuego de su amor.

María, al sentirse llamada por su nombre, reconoce al que lo ha pronunciado, y, al momento, lo llama: «Rabboni», es decir: Maestro», ya que el mismo a quien ella buscaba exteriormente era el que interiormente la instruía para que lo buscase (San Gregorio).

Distinto a San Agustín, María Magdalena no buscaba fuera aquella que ya sabía que estaba dentro. Ella buscaba fuera aquel gran amor que ya tenía dentro. Porque esa era la única manera de unirse plenamente con el todo. Hacerse uno en el amor. Como el río que corre abrazarse con sus propias agua al mar. 

El momento de la unidad es precisamente cuando las aguas se confunden: tanto lo humano con lo divino, como las aguas duces del río con las saladas del mar.

El llanto de María Magdalena le perfecciona ya que dilata la búsqueda del amor y pone en aumento el deseo de hallarlo. Aunque no había encontrado del todo lo que ella buscaba, ya sabía que lo conocía. Lo sabía por la fuerza inconfundible el amor interior que le quemaba («porque fuerte como la muerte es el amor... sus destellos de fuego, la llama misma del Señor» Cantar 8, 6).
«Todo aquel que ha sido capaz de llegar a la verdad es porque ha sentido la fuerza de este amor» (San Gregorio).

 Buscar afuera lo que ya está dentro

Es imposible buscar y hallar afuera aquello que no está dentro. La fuerza vehemente de buscar fuera sólo puede venir del deseo interior. Si este es bueno, tarde o temprano se expondrá en el descubrimiento pleno.

Cuando se busca fuera aquello que no está dentro cualquier cosa sacia los anhelos de eternidad.

María Magdalena es movida por la misma fuerza del amor interior. Su deseo consiste en saciar su sed con el agua interior. Más aún, fundirse en le único y definitivo amor. Además, sabe que el agua interior no es suya. Sabe que en definitiva encontrar al amado es descubrir ese amor que le subordina el alma.

De pronto, en aquella mañana de búsqueda, María Magdalena dejó salir de sus labios apenados estas palabras:
«Como la sierva que anhela las corrientes de agua,
así suspira mi alma por ti, Dios mío. Mi alma tiene sed de  Dios vivo» (Salmo 42, 1-2).

Foto: jgda 

lunes, 22 de julio de 2019

Las Metas




Las Metas

Las metas están en el horizonte lejano. Nadie las puede habitar ni alcanzar nunca. Son orientación, para que nadie se extravíe en el camino mientras vive.

Los triunfos, los méritos, la dicha y la gloria engrandecen a la persona efímeramente. Son pasos de niño. Son luces intermitentes que reflejan las estrellas mayores. Nada más. Por eso, como se encienden se apagan.

Toda persona es movida por una fuerza extraordinaria hacia un destino que ella misma desconoce, pero que no cesa de buscar. Esa es la meta señalada por el horizonte.

Quienes dicen caminar en la dirección del horizonte, pero no le miran de frente se extravían en sus afanes de éxitos; caen en el fango de la codicia por querer “llegar a ser más”; invierten su riqueza en pasiones inútiles construyendo “torres” como la de babel para escalar lo alto, pero se trastornan sus mentes.

La única manera de evitar cualquier extravío y las pasiones inútiles es a través del amor. Quien ama no construye una torre para sí mismo, no pretende poseer todo, sólo quiere que su amor tenga eco en otro corazón y para evitar toda perturbación ensancha su alma en dirección de sus metas.

La persona que ama florece como árbol que se eleva a lo alto y se ilumina por aquello que busca. No es engreída. Sólo da fruto y se renueva a cada instante.

Quien ama se parece al atleta que dice:
Si llego al final de una competencia y las personas me aplauden, no precisamente por ocupar un lugar destacado, quiere decir que me reconocen “por lo que yo soy”. No por abrazar un trofeo. En realidad, los trofeos ni las medallas no son necesarias. ¿Para qué me puede servir una medalla de oro?
En todo caso, el triunfo es la sumatoria de muchos esfuerzos, méritos que sólo uno mismo puede darse. Por eso transforma a la persona en “alguien” diferente. Pero no es la meta. Ni por asomo. La meta es la gloria más alta. Tan alta que, morimos sin alcanzarla.

Por consiguiente, la dicha que deviene de una acción no se debe al triunfo sino a los méritos adquiridos a lo largo del sinuoso camino de la vida en dirección de la una meta, que sólo el amor puede premiar.

La gloria de cualquier triunfo tiene que ver con la satisfacción de haber sido movidos en esa dirección del amor. Eso hace buena toda acción.

La acción correcta deja tras de sí una estela misteriosa que da respuesta a las tantas preguntas que el alma contiene.

La persona que ama se funde en el horizonte que le guía a cada paso, que a su vez le convierte a ella misma en misteriosa. A esa persona, todos la queremos retener para conocer el verdadero amor.

Por: Fr. Guillermo Delgado OP
Foto: jgda
lunes, 24 de junio de 2019

El pensamiento ético



El pensamiento ético


Los problemas de salud emocional tienen raíz en la salud moral y ética.


Por: Gvillermo Delgado OP



¿Existe un modo adecuado de pensamiento que permita tomar las mejores decisiones? 


Existen métodos. En su conjunto amplían el horizonte para la mejor de las decisiones. Tradicionalmente la filosófica ha facilitado los caminos más o menos consensuados e idóneos de los que casi nadie puede eludir.


Toda reflexión exige al menos un método, ordenar las ideas para no dar opiniones vanas acerca del comportamiento y orientarlos. 


Si nos damos cuenta, todos tenemos al menos un modo propio para hacerlo.


Por ejemplo, en la reflexión teológica, a mí me funciona ordenar las ideas en el modo de: ver, juzgar y actuar.


Ver es enfrentarse con las cosas y las personas tal cual son. Verlas con la crudeza del caso. El momento de juzgar es evaluar la realidad vista con aquellos criterios que nos ayuden a tomar decisiones. Y el momento del actuar es operativizar acciones a partir de lo visto y juzgado.


Este modo de pensar y tomar decisiones lo aprendí en mis primeros años de estudios académicos en teología, desde entonces no he dejado de sacarle el jugo; porque me di cuenta de que en realidad ya lo sabía y lo aplicaba, aunque no explícitamente.


La persona moral es aquella que tiene todas las capacidades psíquicas e intelectivas en vigencia. Piensa, decide y actúa. Por consiguiente, sabe ser responsable de aquellas acciones que pasan por tales filtros.

En el caso contrario, la persona sigue siendo persona, pero no moral. Una persona no moral, no es apta para la convivencia mínima, ya que está disminuida psicofísica y espiritualmente. Simplemente no es dueña de su pensamiento, sus decisiones y de sus acciones. No puede vivir porque no sabe vivir.

Con razón, hay que sustituir inteligencia emocional por inteligencia moral. Los problemas de salud emocional tienen raíz en la salud moral y ética. No al revés. Las emociones son el soporte de las acciones morales o inmorales. Si quieres salud emocional cuida tu salud moral.

Por eso, ordenar el pensamiento ético es muy importante. El ver, juzgar y actuar es un procedimiento sencillo y complejo al mismo tiempo para lograrlo.

Lo aplica un médico a sus pacientes, las personas cuando instalan una pequeña tienda en su propia casa. Lo usan quienes elaboran proyectos de ayuda social y hasta el Papa cuando elabora sus documentos para sus feligreses.

He ahí, un modo de fundamentar el pensamiento ético. 

Intenta aplicarlo a tu vida y verás que puedes vivir moralmente.

miércoles, 5 de junio de 2019

HACER EL BIEN


Hacer el bien

La moralidad se ocupa de orientar la conducta en dirección del bien. Según esto, el bien es el paraíso perdido y añorado. ¡Hay que encontrarlo y retenerlo!

Solemos decir que la vida feliz se alcanza al dejarnos guiar por ese bien. Entonces: ¿por qué no somos felices de una vez por todas?

Los grandes pensadores y la gente común han definido la “infelicidad” como efecto del mal cuya causa más radical está en la libertad. Como si la libertad fuera un defecto de la naturaleza.

Cuando en realidad la libertad define la dignidad humana. Con la libertad comprendemos el camino de la vida en dirección de la realización definitiva. Otra cosa es la “limitación” que nos recuerda a cada instante que el tiempo y el espacio en que vivimos es breve.

Según esto, la felicidad no está en un lugar, ni es un estado anímico y temporal. La felicidad es un “modo de ser y de estar” de cada persona; al mismo tiempo, es una tarea inconclusa que nos mantiene y mantendrá siempre ocupados. ¿Qué quiere decir esto?

Quiere decir que la felicidad es causada por el bien. El bien es una característica que define lo humano, tanto como define a Dios. Ya que todas las características que definen al Dios eterno también definen a toda persona, sólo que en sus límites.

Si lo dicho es verdad,  entonces, el bien no es solamente aquello que define la moral a la hora de fijarse en el comportamiento humano.

El bien es el modo de ser más original del ser humano. Por eso decimos que el bien origina todas las cosas bellas y deseadas, como la felicidad. Así la felicidad al “venir” del bien, también es un modo de ser.

Lo más propio de la persona es “ser-feliz”. Con razón decimos: soy feliz o somos felices. Ser-feliz es un modo de ser y estar con las personas y en el mundo.

La persona buena hace el bien porque sabe que de ninguna manera puede hacer el mal. Al estar hecha del bien sólo puede definirse buena. Hacer el mal sería atentar con su propia naturaleza.

Atentar con la naturaleza del bien y sus leyes es perderse. Perdidos en el caos no hay salvación posible. A no ser que recuperemos a tiempo la condición original con que fuimos hechos.

La persona buena por definición es feliz. De ahí en adelante todas las demás cualidades embellecerán su conducta. El cantautor español Luis Eduardo Aute, lo dice cantando: “Te embellece ser feliz”.

Si Dios creó a toda persona desde su propia bondad, hacer el bien es el mejor modo de ser humano.

O sea que, al no actuar conforme al bien, negamos la naturaleza humana y la divina al mismo tiempo. Sólo fijémonos como “des-calificamos” a una persona cuando hace el mal. 

A quién actúa según el mal le gritamos “cosas feas” reprochando ignorancia respecto a la naturaleza más propia y original del bien.

Por consiguiente, no nos queda más que hacer el bien, ya que somos del bien y para el bien. 

El paraíso no está perdido. Está en el diseño de cada ser humano. Si actúas conforme al bien la moral no tiene nada que decir. La moral sólo se explicará desde ti.

Por: Fr. José G. Delgado-Acosta OP
Foto: jgda
miércoles, 1 de mayo de 2019