Personas educadas
Guillermo Delgado
15 de febrero del 2021
¿Cómo educar en los casos de retorcimiento? Esta pregunta se
salva por el punto de partida, y es este, que toda persona, aún en el misterio
lejanísimo de su esencia bondadosa, puede ser restablecida y rehumanizada.
Gracias a la profesionalización escolar hemos aprendido que a
unos se les puede confiar la educación de otros, sean niños, jóvenes o adultos;
con el propósito de llegar a conocer las leyes de la ciencias físicas y
sociales, al ser humano en su esencia, su origen y destino. Y eso, por ejemplo,
porque aun siendo adultos, muchos emprenden el digno camino de la paternidad, sin
estar preparados para el ejercicio de esa loable misión. De ahí la necesidad
imperiosa de recurrir a otros para que coadyuven a tal tarea.
Sin embargo, no siempre es necesaria la escolaridad para ser
educados. Por generaciones hemos perfeccionado el sano juicio de la
convivencia. Lo que ahora enseñamos en las escuelas y las universidades a veces
sólo tiene, como cosa nueva, los modos de enseñar a los niños y a los jóvenes.
El ser humano como el conocimiento científico no es un
invento de laboratorio, establecido de una vez para siempre, sino un
descubrimiento continuo que se perfecciona en la ecuación: ensayo-error.
Dichosamente, en cada época y acontecimientos, las sociedades nos han regalado seres humanos sabios e iluminados que nos han instruido y guiado con sus intuiciones y conocimientos hacia una manera mejor y perfecta para relacionarnos.
Por consiguiente, el imperioso principio “aprender a aprender”, nos obliga a mirar el propio pasado con ojos de apertura, aprender de lo que un día fuimos; soñar una vida mejor que la que ahora llevamos, para aprender desde lo que creemos; permitir que aparezcan en nuestro espejo aquellas personas dignas de ser imitadas, pues nos educamos en relación con los demás, sobre todo con quienes se aproximan, en cierto modo, a lo que soñamos; valorar las huellas que vamos dejando por donde avanzamos, que otros pisarán, de lo contrario la vida es un sinsentido y absurdo; finalmente, sin fatalismos, estar conscientes que la vida se nos va poco a poco en el implacable tiempo, pero el mundo que dejaremos el día que nos vayamos, será sin duda, mejor que aquel que hallamos el día en que fuimos llamados a la existencia.