Amor aPasionado
El amor o es apasionado
o no vale la pena. Y si vale la pena es porque ha trascendido hacia la compasión. La compasión es el grado máximo de la pasión.
La pasión es
existir, por hacer sensible a los demás la propia experiencia de amor. Y la compasión es trascender más allá de
uno mismo esa experiencia, por ser el modo en que un corazón apasionado habita
otro corazón distinto al suyo.
La compasión es lo
que mejor define al amor, por expandir la propia alma más allá de los propios
límites. En el cristianismo hablamos del amor extremo y apasionado del Hijo
Dios.
De ordinario la
compasión se aplica a la solidaridad de una persona con otra en situaciones
críticas, que ha hecho de lo humano un ser miserable, quien hundido en el abandono, carece
de esperanza próxima y lejana; pues, en la desventura todo, todo parece haber llegado a
su final.
Sin embargo, en cada luna llena del equinoccio de primavera, cuando hacemos memoria de la Pasión del
Señor, los cristianos estrenamos una nueva sensibilidad
espiritual, ese es el amor apasionado que inunda el alma de paz, de formas
y olores, de luz y colores, de sabores y música, de recuerdos y sueños. Es la Pascua de la propia vida.
Compungidos, los cristianos, salimos de nuestras casas y elaboramos
alfombras y atuendos que indican ese tránsito interior hacia un universo de misterios,
o simplemente significamos la procesión permanente de la vida. Y es que, en
cada equinoccio somos más viejos y
menos dueños de este mundo.
Además, con cada Pascua aprendemos de nuevo que el Dios de
los hebreos que se hizo pasar por uno más entre la gente, definió el sentimiento desde la compasión; en tanto, el paso de la propia pasión a la pasión de la miseria ajena. Siendo este, el único modo en que enlazamos con las cosas eternas, porque nos hace capaces de cambiar la desdicha en buenaventura y la desesperanza en aliento nuevo.
Aquellas alfombras de aserrín que decoran las calles en los días
de cuaresma y Semana Santa se crean con el fin de dar paso a las andas procesionales. Como arte efímero acaba entre los
pies de quienes llevan a hombros los enormes muebles con alegorías religiosas. Pero
su destrucción no provoca sentimientos lastimeros, sino de gratitud ante la
imagen de un Cristo a quien cada devoto se siente unido por fuertes vínculos
matizados en el amor.
Como las alfombras, comprendemos que somos tan efímeros, parecidos a un haz de
luz que se extingue con la simple mirada. Ya que, por fin empezamos a
comprender que lo único que no se extingue y permanece es el amor
misericordioso, pues, nos mueve a abrir el propio corazón y dar paso a tantas
personas para que lo habiten.
Cuando eso acontece las alfombras con que decoramos las calles
dan paso también a quienes avanzan con la frente en alto en la misma dirección
del Hombre-Dios que sangró apasionadamente hasta dar la propia vida, como lo
hacen los verdaderos amigos.
Por: José G. Delgado OP
Foto: jgda
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