Toda persona tiene un origen y un destino. Y ese es lo divino. Fuimos creados como las partículas de agua y de luz: como el río que corre y el fuego que quema, creados como las abejas y sus panales, los colibrís y su aleteo.
A diferencia de todos las demás
cosas: los animales, las plantas, el aire, el fuego, la tierra, el aire; nosotros,
los humanos, al ser pronunciados por esa Fuerza Originaria de la Vida,
fuimos llamados a la existencia (para hacer camino, no sólo para
vivir), orientados al diálogo en la palabra. Por tanto, al ser creados por una
Palabra nos convertimos en hacedores, pronunciadores de palabras.
Entendedores otros lenguajes, inclusive aquel que está más allá de los límites
de la palabra humana.
La persona humana nace con vínculos
de filiación, como parte del mismo diseño, por ejemplo, con sólo días de
nacidos y sin que nadie nos enseñe empezamos a vincularnos con nuestro padre y
nuestra madre, le llamamos, decimos: imma, appa, abba. El
vínculo más original es hacia el padre y la madre. ¿No es esto reminiscencia,
memoria viva e inconsciente, que venimos de otra paternidad y maternidad? O
¿Será el vínculo ancestral más remoto, que indica que nuestros padres
inmediatos sólo son el último eslabón de una larga cadena que se pierde en la
oscuridad de la memoria y el tiempo?
Como sea, démosle crédito a la
palabra. Ella tiene fuerza, es creadora. Nacemos con la palabra en la boca, la
llevamos en las decisiones, en el triunfo o en el fracaso. Basta decir sí
o no para determinar nuestro destino.
Todo es palabra. O como dice el poeta,
Ernesto Cardenal: todo cuando existe es palabra, y palabra de amor.
Hacia esa palabra hay que abocarse
cuando intentamos incidir en las crisis actuales, que son crisis de lenguaje. En
muchos ámbitos de lo humano la palabra ya no es creadora. ¿Será que las
influencias externas a nuestra alma han modificado nuestra genética originaria?
¿Es manipulable lo esencial en el laboratorio de la técnica y la informática?
¿En qué nos han convertido? ¿Es racional excusarnos de lo que hemos llegado a
ser? Mientras tanto nuestras vidas se van aproximando cada vez más a la
perversión y al caos. Como los primeros casi-humanos de lodo y madera
del que nos habla el Popol Vuh, aquellos que caminaban como locos y tenían dificultades
reales para entran en relación con los demás y a la vez estaban imposibilitados
en reconocer a su creador.
¿No será que para superar cualquiera
de las tantas crisis actuales tangamos que volver a nuestro origen primario de
la palabra? ¿Realmente, en expresión de Steiner, nos hemos liberado del
silencio de la materia? O ¿Aún seguimos siendo, como afirman algunos
científicos polvo de estrellas?
Quizá no haya otro camino. Hay
que reconocer que en la Palabra conocemos y somos conocidos, nos revelamos a
los demás, en su defecto posiblemente estemos perdidos en los ruidos y el
desorden. No podemos seguir perdidos en nuestro gran olvido. Les recuerdo que
“somos Palabra”, pronunciados por Dios, por eso somos y existimos. En ella hacemos
accesible toda la realidad, humano-espiritual. “Las palabras son el ojo vivo
del misterio”.
Lo que decimos, como lo que
buscamos, tarde o temprano es real y tangible. Sólo con una nueva gramática, la
gramática de la esperanza, podremos superar la barbarie en la que estamos
inmersos. Podemos recrear la realidad. Reinventar nuestro mundo. En a analogía
con la creación Yavista (donde cuenta cómo en la génesis de la vida Dios crea),
desde lo profundo de su propio silencio Dios habla, se hace presente en lo que
dice, o sea en la palabra, por eso todo empieza a existir, inclusive lo humano.
Aquí, nuestra tarea: volver a nuestro origen, donde la palabra nos construye
como realidad de diálogo con la naturaleza, consigo mismo, con los demás y con el
Creador.
Ante la certeza de nuestro origen y destino, nuestras palabras no pueden ser señales de vacío. Nuestra palabra tiene que ser de verdad, de construcción, de perfeccionamiento, o debemos callar. Sí, guardar silencio radical.
Del vacío, del silencio inerte
con facilidad damos paso a la vulgaridad, a la ambigüedad intencionada, la
opresión y a la mentira. O, los otros que tampoco saben quiénes son y
cuál es su destino nos alienan, nos anulan como personas libres, y nos hacemos
sus víctimas y con el tiempo los victimarios del mal. Alienados poco o nada
tenemos que hacer.
La dignidad humana corresponde al deber ético de reencontrarnos en el lugar de la palabra. Ese deber empieza por recordarnos desde lo más propio de nuestra existencia que no somos simple polvo de estrellas, somos Palabra de Dios. A caso, ¿no somos palabra de Dios?
Por: Gvillermo D.
Fotos: jgda
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