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APRENDER VALORES



No es extraña la mirada de quien mira y a la vez no lo mira todo. Al mirar las ramas de un árbol no siempre es posible imaginar sus raíces. La dificultad que imposibilita observar en totalidad las cosas reside no en que las raíces estén bajo tierra, sino en las facultades del que observa, sus intereses con que lo hace, la trivialización de la realidad cuando esta no le afecta. La observación de lo otro es un principio necesario que permite conocer las otras cosas o personas y a la persona misma que mira. De ahí que lo grave quizá no sea el hecho que nuestra observación hacia fuera no sea completa sino que aquella no nos facilite conocernos completamente a nosotros mismos. No mirar nuestras propias raíces.  Sólo divisar nuestras ramas puede ser un gran engaño. La belleza de la rama y la flor es sostenida por algo mayor, que no siempre vemos. Mirar hacia fuera y hacia adentro, considerar lo que se ve y lo que no, es hablar de la integralidad, o sea considera la totalidad de las cosas.
La persona se construye cuando tiende a considerar su propia racionalidad, afectividad y la espiritualidad. La racionalidad conceptual con la que captamos la realidad no nos permitirá apropiarnos de lo captado sino fuera por los modos propios de hacernos de las cosas y de nosotros mismos a través de la afectividad, la pasión y todo aquello que nos mueve a entrar en relación con las personas y con todo el medio circundante. Los afectos nos ponen al mundo delante, como un enorme espejo. Sin embargo, con esto se toca techo. Pues de la racionalidad descendemos a la pasión, y ella no puede agotarse en ella misma, debe confrontarse otra vez en la racionalidad y a la vez elevarse en el espíritu, por encima de la razón y la pasión. Esta es la espiritualidad humana, que no necesariamente es referencia religiosa, lo religiosa es otra dimensión a esta espiritualidad. La espiritualidad es condición sine qua non –necesaria para que lo otro sea posible- de todo movimiento humano, en sí mismo y hacia su destino más suyo o propio. Aquí está aquella esencialidad que hace de la persona un proyecto, proyecto de persona, con cualidades propias que permiten realizar su vocación.
Para comprender lo dicho sugiero mirar hacia atrás, desde nuestra niñez. El ser como niños o niñas es revisar, desde abajo, lo más auténtico, lo que mueve a la relacionalidad. Partir de abajo nos hace pasar, necesariamente, no sólo por la realidad tal cual, o imaginada, sino también por lo pensado, y querido. Permite actuar en el presente, hacer de el un proyecto de vida, encaminar futuros, sólo posibles desde lo que ahora mismo somos. En este plano del ascenso, suceden los cambios de la belleza -no hay belleza sin cambio-. Actuar con naturalidad en esa realidad es lo más original y querido, porque nos hace buenos, actuamos sobre las cosas y comprendemos la vida sin frustrarnos por lo que no
podemos cambiar y a la vez cambiamos lo que si puede ser cambiado. Olvidar esa noción, de belleza infantil es el trauma más grande que golpea a menudo, sobre todo cuando supuestamente ya somos grandes, y despertamos de los sueños enajenados que nos trajeron los años y el medio. Con todo, lo más auténtico es la verdad de la realidad, porque es lo que realmente somos, en el aquí y ahora, en el devenir de la vida. Ahí la llave que abre la puerta para aprender valores.
Mirar bien, mirarlo todo, actuar en la realidad nos hace personas despiertas, porque permite que veamos al árbol desde sus raíces y que seamos vistos desde adentro.
Foto: Ricardo Guardado, 2013
Aquello que aprendimos desde abajo será siempre valioso, prevalecerá en el tiempo, nos hace los filósofos de la vida, que observan no solo para conocer sino para actuar con sabiduría. Lo diferencia de quienes hemos sido educados y quienes no, no dependen sólo de donde o con que instrumentos pedagógicos nos indujeron sino como esto nos ayuda a vivir la vida.

Por: Fr. Guillermo Delgado
Fotos: jgda
martes, 9 de julio de 2013