Viendo "Posts antiguos"

Descripción

Este escrito es de una tarde cualquiera de julio del año 2004. Yo estaba en Cahabón.

Montaña de carbón
que remoja el pan en pétalos transparentes.
Clavos largos, largos y agudos atravesando la piel.
Montaña elevada en el puño apretado del odio amargo
del café frío, sin mano, sin boca.
Campana desbocada por el hambre
como serpiente lastimada,
de música atorada en el absurdo y sordo amor de invierno.

¡Por qué nadie lamenta en su canto
que la sangre hierve en peroles de odio maldecido
o que el plomo endurecido de las palabras
arrastradas por la tempestad
de una tarde desesperada
avanza como soldado a la trinchera de una absurda noche de muertes!

No llueve sobre los pantanos negros,
no llueve en la calle gris.
Las chorchas manchan de amarillo la tarde,
los Zenzontles al cantar “piden lluvia”,
lluvia verde, dicen los campesinos.
Las montañas rezan inmóviles
mirando al cielo intenso de azul:
musitan palabras en ramas verdes.

Los frailes con estolas bordadas a mano
madrugan a la misa
y reciben dolores de corazón en sus manos.

Sin distinguir si lejanos o cercanos,
solos se oyen ladrar los perros con acento ausente.
Suenan los gallos sus trompetas a los mártires anónimos
tras segundos de silencio.
Los niños lloran acurrucados por el calor.
Más lejos que cerca, aún:
Los zumbiditos de los carros rayan la calle hacia Lanquín
Invisibles en los polvazales.
La escuela se atraganta de los gritos de las muchachas
Que juegan como urracas en las ramas de los guayabales.


Y no llueve,
no llueve,
no llueve!

(No dejo de sentir penetrante
tu mirada de vuelo bajo:
en tus ojos que me aguardan sin pestañear).
jueves, 27 de agosto de 2009

Llega la hora



La gloria de los grandes hombres se mide por la lucha que han hecho durante toda su vida al hacer sus tareas, y no por los triunfos que han alcanzado. “La mayor satisfacción está en el esfuerzo y no en los resultados” (Gandhi).

Esos hombres se parecen a los árboles que en el verano tienen que votar sus hojas para mantenerse vivos, y sobrevivir para el próximo invierno. Pero es entonces, sí en verano, cuando florecen, exponen sus mejores galas, como si murmuraran: que no hay esfuerzo sin belleza. Por eso, dicen que las flores más bonitas son las del desierto, pues pintan de colores la soledad (Rubén Blades).

Como el campesino que disfruta la sombra después varias horas bajo el sol. En la sombra medita la cosecha que espera, cosecha que no será para sí únicamente, sino para compartirla. El campesino piensa en su mujer y sus hijos. En cosas tan pequeñas como estas se mide la gloria de los grandes hombres.
Hemos oído decir a Jesús: Ha llegado la hora en que el hijo del hombre sea glorificado. (Jn 12,23)

¿Esa hora y esa gloria, tienen que ver con la llegada de la muerte? Pienso que sí.

La hora tiene que ver con ese día. El día que nadie quiere, pero al que cada día nos aproximamos, en cada año que pasa, en cada segundo que queda atrás. La muerte no llega de repente. Porque hemos avanzado hacia ella al caminar y vivir. Quien avanza, como Jesús por los caminos que van de Galilea a Jerusalén, o como don Gonzalo de Cobán a Guatemala, construye su propia historia, y nunca será sorprendido repentinamente por la muerte. La muerte sólo sorprende a aquellos que nunca hicieron un camino propio, ni amaron mientras andaban, o a aquellos que se apartaron de quienes amaron antes.

Dice el Maestro que esa hora es para ser glorificado . Pero para ser glorificado habrá que saber morir. Sabe morir quien no se aferra a la vida, o mejor dicho a la no- vida. La no vida tiene que ver con el sufrimiento de vivir sin vivir, y más triste aún de morir sin haber vivido. Muere sin haber vivido quien se muere (o se desvive) por las cosas, quien se cosifica porque se hace uno con esas cosas ajenas a la vida (aquello que no es humano o que se coloca lejos de lo divino). Quien es glorificado como Jesús, da su vida, y se reproduce así mismo como las estacas de la bugambilia o veranera, y extiende su belleza a otros patios. Da su vida a través del servicio, sabe qué es cargar con la realidad y el sufrimiento ajeno. La máxima agustiniana: el que no vive para servir, no sirve para vivir, es la razón para Vivir, y ser glorificado por ella misma, aquí y ahora, entre ustedes y delante de Dios.

Si alguien pudiera afirmar de mi o de Don Gonzalo, que somos glorificados, por lo que somos o hemos hecho, ya podríamos tranquilizar nuestras conciencias. Sabríamos que no vivimos sin vivir, y que atisbamos una vida más allá de las cosas a partir de las cuales a menudo nos definimos.

Ahora nuestra alma está turbada, como pasó con Jesús, cuando llegó su hora. ¿Pero esa turbación que nos aflige es porque el morir ahora es pensar de otro modo y valorar menos lo que merece menos valor? ¿O como Santa Teresa, porque anhelamos la vida divina? Eso quiere decir, que toda vida es como la semilla del maíz, que ya no vuelve a ser la misma cuando se entrega al silencio de la tierra que la abraza.

Si yo hubiera muerto físicamente esta tarde, y, después de dejarme solito como semilla en la tierra, ¿Ustedes regresarían, a sus casas, retornarían sus trabajos de vida cotidiana? Desde luego que sí, porque la vida sigue. Pero ante la experiencia de la muerte del otro, algo debe cambiar en los demás. Ya que toda muerte nos recuerda nuestra propia muerte. Conscientes de ello tendríamos que vivir una vida que valga la pena vivirla, como personas gloriosas. Esa es nuestra grandesa.
domingo, 23 de agosto de 2009

Hambre de DIOS


Mundo sin centro
Comparemos los días actuales con los pasados. Revisemos algunos tópicos de esta vida nuestra. Con apenas cinco o diez años atrás, ahora todo puede ser accesible gracias a la fuerza de la tecnología y la comunicación. La independencia al unísono con la desobediencia se iza cada vez más alto. La producción creadora está a favor de suscitar consumo por consumo y “necesidades innecesarias”. Ahora es más posible “ser más iguales” sin ser hermanos, donde la sensación efímera del clik fascina. La mentira encanta como si fuera verdad, y todo fluye, fluye, fluye. Todo esto a unas velocidades a penas sentidas. Mientras cabalgamos la cresta de la ola, sin percatarnos de lo que permanece, de lo tenemos o es posible. Esto es vivir en un mundo sin centro. ¿A caso el mundo tiene centro? O ¿Necesitamos la centralidad o “ese algo” que nos de seguridad?

En consecuencia, el código de la autonomía se posa en el atril de cada persona, sin más. Nos dicen: “vístete de hombre nuevo”. Y, “renovados” galanteamos en bronce y oropel. Quien consume es consumido. El peor enemigo puede ser, aquel quien me conoce a fondo. La familia y los amigos “son útiles”, y mediaciones necesarias. La institución familiar es una casa con arranque de barro. Importa vivir ahora, ayer o mañana son palabras de sinónimas de padecimiento. Los fantasmas nos acechan sobre el asfalto, con poder de dioses. La imaginación mítica y legendaria tradicional agrícola se desvanece en la ética individualista y solipsista, que priva de sentido la existencia y la pertenencia a la creación de la que somos parte.

No es preciso afirmar que “los valores se han perdido, pues no existen nuevos valores, nadie en soledad es capaz de crearlos, sólo reinterpretamos los valores permanentes de acuerdo a “la necesidad” e “intereses” presentes. O sea que los valores aprendidos en la tradición, en las riquezas ancestrales, son interpretados a la luz de la necesidad, mientras crecemos.

Búsqueda de un centro
La cultura, como cosa humana y sólo humana, da sentido e identifica. Nos conocemos así mismos y nos re-conocemos delante de los demás. Jesú, el Mestro, pregunta a los suyos: quién dice la gente que soy yo; y para avanzar en el conocimiento de sí y de los otros, insiste, con más prontitud: y ustedes quién dicen que soy yo. Las cuestiones del Maestro, no acontecen porque él fuera inconsciente de su misión e identidad, sino para revelar el ser uno mismo en lo más íntimo del otro.

En algo hay que creer

Mejor si creemos en alguien. Los Cristianos católicos nos fortalecemos en el hontanar de la Eucaristía. Por gracia de la fe, afirmamos la presencia real y salutífera del Señor, en ese evento. De ese modo, el alimento para la vida fortalece la confianza en “los otros” y en el “completamente otro y trascendente”. Participamos de la mesa de los amigos y en la Mesa del Amigo. Comemos y nos alimentamos. La salvación nos envuelve en salud de alma y cuerpo: como personas, que hemos visto la divinidad humana de Dios, y que somos espiadas en la humanidad divina del Señor Jesús. Que por lo mismo, nos hemos integrado a ese misterio de amistad trascendental. En lo humano-divino: creemos, vivimos lo creído a partir de nuestra propia profanidad, en el ámbito de la mesa familiar de los amigos. "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). Cenaré con él. Con él.

En el epicentro
En la Mesa de la Misa, hemos probado el alimento que sustenta el espíritu de todo sentido, que nos direcciona a la consumación del amor, en Dios, más allá de la finitud. Pues, ese es el lugar y el acontecimiento, que funda la acción de gracias y dinamiza al espíritu.

Jesucristo “es el pan de vida”. Tenemos hambre de sentido, de eternidad: queremos al amor verdadero, buscado en toda relación humana, en las cosas creadas, ahí donde describimos huellas de la divinidad. El hombre tiene hambre de Dios, y no le basta el rábano de mesa.

Nuestra hambre
Muchas cosas humanas han cambiado, es verdad, como buen signo; pero no debemos permitir que la cosificación abrace lo humano. En todo caso, que el letargo de la prisa que impone la innovación del consumo, que “lleva maravilla y el error”, no nos permita olvidar nunca que “la cosa humana” es cosa divina.

“Oír misa” es misionar: estar/ser consigo/uno mismo y moverse hacia el otro. Hacerse señal de Dios, ser consciente que soy altar de lo divino, alimento de vida, en la Mesa común. Nuestra hambre es de Dios en la Mesa, porque nuestra hambre es de ser humanos, tan humanos como sólo él puede serlo, en aquel que es rostro humano de Dios y rostro divino de lo humano.

miércoles, 19 de agosto de 2009