La parábola del hijo pródigo Hechos y Palabras martes, 16 de marzo de 2010 Sin Comentarios

El Padre Bondadoso A propósito de Lc 15, 11-32

Jesús fue un conocedor de los conflictos que se vivían en las familias de Galilea. Sus mensajes recrean tales situaciones. Por ejemplo, las discusiones entre padres e hijos, los deseos de independencia de algunos, o las rivalidades entre hermanos por derechos de herencia que ponían en peligro la cohesión y estabilidad de la familia.

La familia lo era todo. Una familia con problemas estremecía todos los ámbitos de las relaciones. Se sufría mucho. La familia era hogar, lugar de trabajo y sobrevivencia, fuente de identidad, seguridad y protección. Era difícil sobrevivir fuera de la familia.

Las crisis de familia pasan por restarle importancia a los vínculos de las relaciones entre los miembros de la familia.

¿Cómo puede un niño, una niña, un joven, un hombre, una mujer, ser y realizarse fuera del ámbito hogareño? ¿Dónde más ir? ¿Qué le queda al joven si se aventura fuera de ese calorcito? ¿Soportará el frío de lo desconocido? ¿Aguantará la soledad de la altura alcanzada allá en el ápice de su montaña de decisiones? ¿Qué sentido tendrá aquello de irse, sin que nadie le espere allá o aquí?

Jesús habla de la relación del Padre con el hijo. El hijo pide la herencia a su padre. Pero no sabe lo que hace. Pedir la herencia es dar por muerto a su padre. De ese modo rompe la solidaridad con la familia y echa por tierra su honor… lo que pide es una vergüenza y una locura para todo el pueblo. Es algo imperdonable. Todos los ojos le miran rabiosos. Están en desacuerdo con él. Menos los ojos del Padre. Él respeta la sinrazón de su hijo y reparte su herencia. Es decir, su vida y sustento.

El amor trasciende la locura. Tiene capacidad de mirar lejos.
¿Y la autoridad del Padre, dónde queda? ¿Cómo puede aceptar aquello perdiendo su propia dignidad y poniendo en peligro a toda la familia, y sobre todo el buen prestigio?

El hijo se marcha a “un país lejano” sin la protección de nadie. Ha caído en la degradación. Pero reacciona. ¿Es tarde?  Para el amor nunca es tarde. Tiene al Padre. Lo sabe.

Es tarde sólo para quien no tiene a nadie que le espere.
El Padre recibe a su hijo no como el patrón y patriarca de una familia. Sus gestos son los de una Madre. Esos besos y abrazos son signo de acogida y perdón, pero también de protección y defensa ante los vecinos, que apresuran la restauración de su dignidad dentro de la familia.

La sabiduría aun encima de la necedad del hijo está en saber volver, saber esperar, saber callar.

Al hijo mayor el regreso de su hermano no le produce alegría, si no rabia. Se siente extraño en la familia. Él no se había perdido en un país lejano, pero se encuentra perdido en su propio resentimiento.

El padre sale a invitarlo con el mismo cariño con que ha salido al encuentro del hijo que ha llegado de lejos. No le grita, no le da órdenes. No actúa como el patrón de la casa. Al contrario, como una Madre, le suplica una y otra vez que venga a la fiesta.

Es entonces cuando explota y deja al descubierto todo su rencor. Ahora no sabe sino humillar a su padre y denigrar a su hermano denunciando su vida de males.

El hijo mayor no entiende el amor de su padre hacia su hermano caído en la miseria. Él hermano mayor no acoge ni perdona.

De ahí las máximas que del amor derivan

El amor no es exclusividad de la persona buena, porque el amor subsiste a pesar de la maldad.

Quien no se abre al amor nunca sabrá darlo.

Quien nunca es perdonado, no perdonará jamás. En él la posibilidad de la ternura será siempre un sueño irrealizable.

En el odio nadie encuentra el camino seguro.

Es tractor que hace suyo todos los caminos está perdido en las tantas opciones. Porque destruye en todas las direcciones. Cualquier ruta que tome le llevará a cualquier extremo.

Sólo queda un camino que andar, y ese es el del amor. No existe otro. Mientras vivir sea nuestra tarea, y ser feliz  nuestra misión, el amor será el sentido definitivo.

Negarse al amor es exponerse al vacío que la soledad provoca. Es estar solo en un mundo de muchas compañías. Es exponerse a la vulnerabilidad de los límites.

La pérdida de sí mismo es mirar desde arriba con el lazo al cuello, con la enorme tentación de lanzarse al vacío. Es intentar resolver problema con problema. Es confabular males sobre males.

El peso más cruel es aquel que cae sobre uno mismo. Eso nos pasa cuando por la propia vileza nos marcamos en la frente y correremos desesperados en la vía pública sin ruta, como Caín, como si el enemigo nos persiguiera. El desamor mata.

Mientras el que ama, como el Padre, espera, tiende la mano.

El Padre es figura de Dios, del amor posible. Es quien sabe sacar lo mejor aún de lo peor, aún de quien reniegue de su propio amor.

Por: Gvillermo Delgado-Acosta OP
Fotos: de la Web.

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